Cuando un país quiere un desarrollo incompatible con su realidad y diversidad, el caos es inevitable. Costa Rica es un país fundado sobre la agricultura. Recuerdo incluso la campaña política de Luis Alberto Monge y su eslogan “Volvamos a la tierra” como una forma de conectar al costarricense con sus raíces, con su entorno, pero ante todo con el respeto por el trabajo del agricultor y de toda persona afín a la producción en el campo.
La labor que debíamos mirar con orgullo, como base de nuestra economía y a la cual podían aspirar muchas personas para vivir de ella.
En la década de los noventa, comenzó el auge del turismo y con él una carrera del futuro. Personas del ámbito rural lograron establecer sus emprendimientos para recibir la oleada de turistas nacionales e internacionales, luchando con una burocracia que no les facilitaba el camino, pero ciertamente era más amigable que hoy.
¿Cuántas familias mejoraron su calidad de vida gracias al turismo y crearon para las siguientes generaciones oportunidades laborales y de estudio?
Sin embargo, el apoyo mermó y la visión de la agricultura como base económica también, aunque eran dos ámbitos que se desarrollaban principalmente en lo rural y habían permitido dotar a algunas provincias de un mayor desarrollo.
Aun así, el país no estaba del todo listo, y muchísimo quedó en manos de extranjeros que vieron el potencial. Al costarricense todavía había que enseñarle mucho sobre el cuidado y mantenimiento de la naturaleza para que perpetuara su valor.
Con el cambio de siglo, las carreras STEM (siglas en inglés de ciencias, tecnología, ingenierías y matemáticas) tomaron el lugar de la vanguardia en el desarrollo. Las profesiones STEM en países en desarrollo como el nuestro, donde la educación ha decaído y sigue en picada, no son viables.
La visión vallecentrista, elitista y poco inclusiva produjo la sustitución de la operación turística y un distanciamiento del campo laboral agropecuario y de áreas rurales.
Trabajar en actividades agrícolas ya no es valorado, no da estatus ni ofrece las oportunidades de bienestar y calidad de vida que se han prometido a lo largo de las décadas. Entonces, la fuerza laboral cayó en manos de migrantes, quienes son poco protegidos por los derechos laborales.
Las generaciones jóvenes ven un futuro incierto, y las más viejas, que no crecieron con la tecnología y sus herramientas, hacen un esfuerzo enorme por ponerse al día, con una desventaja adicional: a las empresas no les gusta un empleado en edad adulta.
Rechazan la experiencia y se apegan a un dicho encarnado en la médula: un perro viejo no aprende trucos nuevos. El embudo laboral se está encogiendo, y cada vez abre más puertas para que formas de vida delictiva tengan terreno fértil cuando hay desesperación, familias carentes de recursos y la necesidad de pertenecer a algo.
El problema de la criminalidad y el narcotráfico tiene el potencial de adueñarse de la sociedad mientras sigamos creyendo que necesitamos un país formado únicamente en carreras STEM para el futuro.
Somos una nación tan diversa como su territorio, y deberían existir más universidades e instituciones educativas rurales, como las del Valle Central, que vuelvan a enseñar el valor del trabajo rural, su potencial, que funden comunidades con autosuficiencia económica y buena organización y enseñanza en el manejo de los campos y los recursos marítimos.
Centros enfocados en enseñar a echar a andar emprendimientos turísticos rentables y amigables con el medioambiente. Dar, a la vez, un papel relevante y urgente al arte, a su aportación al bienestar de la salud mental, espiritual y calidad de vida, como la forma más vieja en la historia en que el hombre puede expresarse, generar trabajo a raíz de él y dar equilibrio en una sociedad.
El estigma “si estudia arte se va a morir de hambre” debe erradicarse. Las carreras STEM deberían ser una fuente más de oportunidades a la par de las mencionadas. Los ejes deberían complementarse, nutrirse entre sí, gritar como campaña político-social el trabajo es el futuro, pero nada hacemos con la propaganda si no existen oportunidades reales para las personas.
El trabajo no debe ser sinónimo de explotación, indiferencia o desvalorización. Es la forma más loable de alcanzar un balance y calidad de vida. Volvamos a la tierra, al arte, a nuestra naturaleza con apoyo tecnológico. Volvamos al trabajo digno, al que se ajusta a nuestro país, al que es humano y consciente de lo que nos hace costarricenses.
La autora es docente universitaria.