Se ha puesto de moda el término “chambonada” para designar aquellos actos de funcionarios públicos que, por negligencia o impericia, terminan costando miles de millones de colones al erario, dinero que pudieron haberse ahorrado si las cosas se hubiesen hecho bien y a tiempo.
A veces se trata de obras públicas cuyo costo final termina siendo el doble o el triple de lo estimado inicialmente y muchas décadas por encima del plazo originalmente programado. No necesariamente son actuaciones dolosas, pero tienen, en el gasto público, un costo igual o incluso varias veces superior al que se supone nos cuesta la corrupción.
Los casos más conocidos y comentados son aquellos relacionados con la construcción de obra pública: se habla de la “falsa pifia”, de la punta norte, de la vía a Limón y un largo etcétera. Sin embargo, ese no es el único ámbito para cometer “chambonadas”.
Un despido ilegal –el caso del excontralor Solís Fallas, por ejemplo–, un crédito mal concedido, una sanción mal impuesta, un proceso administrativo mal llevado, una fijación tarifaria mal sustentada, pueden, y son de hecho, actos que generan grandes erogaciones al Estado y sus instituciones por la vía de las indemnizaciones.
De estos casos son pocos los que se comentan, pero suponen la erogación de miles de millones de colones anuales de fondos públicos.
Culpables. Los efectos lesivos de un acto público no doloso, salvo por fuerza mayor o caso fortuito, se producen por culpa de quien actuó con negligencia o impericia. Se supone que ese tipo de actuaciones generan responsabilidad para el funcionario público que, en materia civil, debe responder –solidariamente con el Estado o la entidad de que se trate– por los perjuicios causados.
Por su parte, el Estado y sus instituciones tienen la obligación de perseguir al funcionario culpable para reclamar el daño civil. Sin embargo, esto último prácticamente no sucede. La lógica, entonces, es la siguiente: el funcionario hace la “chambonada”, el afectado reclama el daño que es pagado por el Estado o alguna de sus instituciones –es decir, por los contribuyentes, cotizantes o clientes institucionales– y el funcionario, como dicen en España, “se va de rositas”.
Ante la reciente epidemia de “chambonadas”, el diputado Mario Redondo ha presentado un proyecto de ley para penalizar esas conductas y sancionarlas con cárcel. Puede que tenga razón el diputado Redondo Poveda.
Quizá el temor de terminar con los huesos en la cárcel tenga el efecto de acabar con las chambonadas. Sin embargo, aun sin que dichas conductas sean penalizadas, sí existe ya en la legislación la responsabilidad civil solidaria del funcionario que, hasta donde sepa, casi nunca –o nunca del todo– se le reclama de manera efectiva.
El resultado es que los funcionarios públicos tenemos un régimen de responsabilidades sin consecuencias, y un régimen de responsabilidad sin consecuencia es letra muerta.
El autor es abogado.