En los últimos meses, la OEA ha tenido una inusual presencia en los medios de comunicación. Esa atención la ha atraído por las razones correctas. El secretario general, Luis Almagro, ha asumido una posición beligerante en defensa de la democracia en Venezuela. Con ello, ha insuflado vida a una organización cuya principal razón de ser es defender la transformación política experimentada por el hemisferio desde hace cuatro décadas.
El protagonismo de Almagro no alcanza, sin embargo, para esconder los profundos problemas que aquejan a la OEA, acumulados a lo largo de muchos años y que comprometen su viabilidad futura. Para utilizar una metáfora médica, Almagro ha inyectado una dosis de esteroides a un organismo adormecido y debilitado por numerosas enfermedades, creando así un espejismo de vitalidad en un cuerpo que languidece.
En un nivel básico, los problemas de la OEA son de naturaleza política y se reducen a la pérdida de interés por parte de algunos países y por motivos muy distintos. En el caso de EE. UU., porque ha reemplazado el diálogo hemisférico por una suma de conversaciones bilaterales en las que lleva las de ganar y porque le embarga la sensación de que ya no controla la organización, algo que sorprendería a sus más enconados críticos.
Pero también está Brasil, que la ve como una distracción de su proyecto geopolítico, más ligado a su presencia dominante en Sudamérica y, por ello, reflejado en la Unasur. Y, finalmente, está la resistencia de los países del ALBA, que resienten cualquier intento de reactivar el papel de la institución como depositaria de la Carta Democrática Interamericana.
Semejante suma de indiferencias y resistencias haría difícil revitalizar a la OEA, aun si su eficacia y su misión estuvieran más allá de toda duda. Pero no es así. A los problemas políticos se suman carencias de interlocución, dispersión de funciones y precariedad financiera, que reflejan y agudizan su pérdida de rumbo.
Desconectados. En principio, una institución como la OEA luce imprescindible para facilitar un diálogo permanente de los países de América Latina y el Caribe con EE. UU. y Canadá, en torno a algunos temas que conciernen a todo el hemisferio, como el crimen organizado, la migración o la propia defensa de la democracia. Pero para que esa conversación sea algo más que un té de canastilla –para usar la memorable expresión del excanciller Enrique Castillo– se requiere un cierto nivel de interlocución.
Una de las grandes desventajas de la OEA frente a la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (Celac), es que los jefes de Estado están desconectados de la institución.
La Cumbre de las Américas no es formalmente un órgano de la OEA, ni compromete sus decisiones. En su mejor día, la OEA puede convocar a algunos cancilleres para que asistan, una vez al año, a la Asamblea General de la organización.
Quienes en realidad la controlan son los 34 embajadores de los Estados miembros, que desde el Consejo Permanente la microadministran sin tener el músculo político para darle un rumbo. Convertir a la Asamblea General de la OEA, cada dos años, en una cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de las Américas contribuiría a dar un nivel de prioridad a la institución del que carece en este momento.
A esto se suma la falta de claridad sobre su misión. Abrumada por una proliferación de mandatos otorgados en cumbres y asambleas, la OEA se ha convertido en una caótica colección de programas, casi siempre desprovistos de recursos para tener un impacto.
Entre ellos hay, sí, algunas joyas que transforman la vida de la población del hemisferio y la calidad de sus democracias.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, las misiones de observación electoral, el Programa de Facilitadores Judiciales (jueces de paz que resuelven controversias locales que de otro modo irían a atascar los tribunales) y el Programa de Universalización de la Identidad Civil de las Américas (para erradicar el subregistro de nacimientos) son ejemplos de lo que la OEA hace bien y con pocos recursos.
Definición. La OEA debe definir claramente cuáles son aquellas materias en las que puede añadir valor, sea porque tiene una trayectoria exitosa en ellas o porque demandan un genuino diálogo hemisférico. Eso implica, posiblemente, concentrar a la OEA en la promoción y defensa de la democracia, la prevención y resolución de conflictos, la protección de los derechos humanos, la seguridad y el crimen organizado y el desarrollo del derecho internacional en el hemisferio.
Correlativamente, implica abandonar las funciones de la organización en materia de desarrollo. Ello no porque se trate de un tema irrelevante, sino porque los programas que hoy tiene la OEA en esta área son, casi sin excepción, copias de mala calidad de los que ejecutan otras instituciones como el BID o el PNUD.
Si no están claras ni la relevancia ni la misión de la institución, difícilmente los Estados miembros estarán en disposición de sufragar su costo. No sorprende que las cuotas de membrecía estén congeladas desde hace más de 20 años y que la institución tenga más de una década de vivir en una crónica crisis financiera. Para el año 2015, el déficit de la OEA alcanzó cerca de $10 millones en un presupuesto regular de $84 millones anuales.
Se ve aquí cómo los problemas descritos están entrelazados: si la institución no muestra a sus miembros su relevancia y no acota sus programas a aquello en lo que puede hacer una diferencia, no resolverá sus quebrantos financieros. Pero, además, es crucial comprender que muchas de las patologías gerenciales de la OEA se derivan del abrazo asfixiante del Consejo Permanente y de la falta de autonomía de la Secretaría General para manejar la institución.
Es urgente poner a profesionales a administrar la institución y aplicar reglas que la liberen, en la medida de lo posible, de la constante injerencia política de los embajadores. Es obvio que la Secretaría General debe estar sometida a controles y reportar a sus principales, pero lo que hay ahora va mucho más allá de eso y condena a la OEA a obtener magros resultados en muchos de sus cometidos centrales.
La pregunta clave es cómo hacer que la OEA se convierta en una prioridad para alguien, porque hoy no lo es para nadie. Esto demanda una conversación estratégica seria sobre su futuro, un debate que no se ha tenido hasta ahora y que habrá de traducirse en profundos cambios institucionales.
De otro modo, el interés generado por Almagro será pasajero y la OEA continuará su largo descenso hacia la irrelevancia. Y la agenda hemisférica sufrirá por ello.
El autor es politólogo.