En el transcurso de este año he expresado, en varios artículos, discursos y declaraciones, mis puntos de vista sobre diversos problemas del país. He pretendido propiciar, en torno a esos problemas, un debate a partir del cual sea posible proponer soluciones y comprometer en ellas a la mayoría de los costarricenses.
En días recientes, mis declaraciones sobre la eventual privatización de algunas empresas estatales provocaron reacciones, tanto de apoyo como de oposición, en las que se revela el interés por el debate. Con la esperanza de que otros costarricenses se sumen a la discusión, quiero resumir aquí lo esencial de mi pensamiento sobre ese tema.
En primer lugar, no sugiero que la privatización sea un fin en sí misma. Parto pragmáticamente de una realidad: en el ámbito político nacional se acepta que, de las posibles privatizaciones, algunas son necesarias, otras son deseables y las demás no se pueden realizar. Me he limitado a proponer que decidamos, de una vez por todas, cuáles conviene llevar a cabo y de cuáles debemos olvidarnos. Lo que juzgo insano para nuestra democracia, para nuestra economía y para los ciudadanos, es que continuemos en un tenso estado de indefinición cuyas funestas consecuencias psicosociales y económicas ya se dejan sentir.
La decisión debe ser participativa, concertada y, sobre todo, basada en criterios de responsabilidad social. Como lo espero de todos los costarricenses, me dispongo a dar mis opiniones, pero me adelanto a señalar que nunca he hecho de la propiedad estatal un fetiche, en el entendido de que lo importante es definir cuáles deben ser, en cada momento histórico, las prioridades del Estado a la luz de sus compromisos sociales.
Uno de los argumentos que me mueven a proponer a los demás países de Centroamérica su desmilitarización, es la necesidad de reducir el gasto militar para que se puedan destinar más recursos a la salud, la educación y la vivienda. Se trata, en ese caso, de establecer prioridades en un sentido evidentemente correcto, aun cuando en algunas naciones no sea políticamente viable.
Costa Rica no tiene ejército. Debemos recordarlo con orgullo precisamente en estos días en que conmemoramos su abolición. Pero eso no significa que el país no tenga que escoger las prioridades para el desarrollo humano. Para nadie es un secreto que nuestros servicios de educación y de salud se han venido deteriorando y que las posibilidades de detener ese deterioro son casi nulas, a menos que tomemos las medidas necesarias para redefinir prioridades en la utilización de nuestros escasos recursos.
Me preocupa, particularmente, el estado de la educación en Costa Rica. No veo cómo podríamos satisfacer nuestras metas de desarrollo humano, ni alcanzar una inserción ventajosa en la cultura, la ciencia y la tecnología de nuestro tiempo, si descuidamos lo que ha sido siempre el pilar fundamental de nuestro progreso y nuestra democracia: la educación. Es desalentador saber que casi la mitad de los jóvenes costarricenses que deberían asistir a la enseñanza media no lo hacen. Si a eso se suma el hecho de que una gran parte de nuestros centros de enseñanza se encuentran en malas condiciones académicas y materiales, el cuadro se torna desolador.
Para resolver esta situación, para declarar la abolición de la ignorancia, se necesitan recursos que obviamente están fuera de nuestro alcance inmediato. Así como a mis amigos de los países militarizados les pregunto si no preferirían dar a la educación más prioridad que a la compra de armas, quiero preguntar a mis compatriotas dónde quieren fijar sus prioridades: en el mejoramiento de la educación o en costosas inversiones para dotar de teléfonos inalámbricos a las clases altas del país. Si tuviéramos recursos ilimitados, tal vez no sería preciso plantearnos este dilema. Pero el hecho es que son limitados y la deuda pública, tanto interna como externa, representa el 70 por ciento del producto interno bruto y no debería crecer más. En esas circunstancias, estamos obligados a escoger.
He señalado que la deuda interna, además de generar un aumento exagerado de las tasas de interés, impone al país obligaciones fiscales asfixiantes. No tiene sentido que los altos impuestos que los costarricenses desembolsan, los utilice el Ministerio de Hacienda para pagar elevados intereses a los sectores medios y altos de nuestra sociedad, los únicos que tienen ahorros para invertir en bonos del Estado. Si hubiera un modo de reducir el monto de esa deuda, una parte de lo que se presupuesta para su servicio --principal más intereses--, se podría destinar a la creación de un fondo para el mejoramiento de nuestra educación básica, en especial la enseñanza media, a base de programas cuyas características ya tendremos la oportunidad de estudiar. ¿Qué padre de familia no estaría dispuesto a vender una parte de su patrimonio con el fin de asegurarles a sus hijos una educación completa y de buena calidad?
En sus términos más simples, esta es mi sugerencia: que analicemos objetivamente la posibilidad de que la venta --parcial en unos casos, total en otros-- de ciertas empresas estatales, genere recursos suficientes como para cancelar una parte importante de la deuda interna, a fin de dedicar a la educación los recursos que se ahorren en el pago de su servicio. Naturalmente, toda decisión en este ámbito debe ir acompañada de medidas que garanticen a los usuarios un adecuado control de tarifas y una buena calidad de los productos y servicios que suministren las entidades eventualmente privatizadas.
La opción no es privatizar por privatizar, sino invertir los recursos que la privatización genere en beneficio de las personas, propósito eje del desarrollo humano.