Osvaldo Soriano, autor inspirado, me habló una vez sobre el mal, “sequía literaria”, y sus curas.
El caso de un joven, víctima de la enfermedad, viene al dedo. Lo más importante, ojo: sentarse cada día a la misma hora (2 a 5 de la tarde, digamos) y ponerse a la obra, teléfono mudo, ni firmar un cheque: ¡escribir o nada!, y, dado que siempre era nada, el mozo tendría que manejar su nada. Trató así de recordar el nombre de los jugadores de la última década de su equipo de fútbol, evocó antiguos romances y después sus películas preferidas, hasta que se detuvo en su computadora y las vastas aplicaciones de la máquina. Sin motivo, y muy tarde, compró un cuaderno y garabateó aquellas únicas palabras: “A veces Claudia se ponía infinitamente triste”.
Pero hay un punto del universo, alguien dijo, donde su juntan todos los puntos, el aleph, capaz de aclarar el secreto de un vacío a la deriva. El muchacho, nombrado jefe de cómputo de una firma, y que jamás dejó de cargar sus hojas muertas, una mañana vio a su nueva asistente a través de la oficina contigua, mientras ella leía aquellos papeles y “se ponía infinitamente triste”. Y la chica se llamaba Claudia.