En la Semana Santa, por no tener nada mejor que hacer, me dio por leer y revisar algunas pocas de las 82 leyes sobre patentes municipales. Digo algunas porque, además de ser sumamente aburridas, resulta que cada cantón tiene la propia, varias con pequeñas diferencias y otras con individuales e indudables cuestiones de fondo que las diferencian.
Aunque la mayoría difiere en los montos que cobran por las llamadas patentes, coinciden en gravar los ingresos brutos de las personas y en la no especificación clara de los destinos de esos fondos.
Ya he visto muchas veces en todos mis años Demetrio el gladiador, Ben Hur y los Diez mandamientos, así que no verlos en Semana Santa por leer leyes no me resultó particularmente incómodo, ni menos aburrido que ver de nuevo esas películas.
Entonces me encontré que, aparte de lo que ya pagamos a estas corporaciones de gobierno local por impuestos sobre bienes inmuebles, recolección de basura, mantenimiento de calles y aceras, permisos de construcción y remodelación, impuesto solidario sobre las casas de lujo y otra buena suerte de cosas cuyo destino sí especifican las leyes, lo que recauda cada una por concepto de patentes no tiene un destino claramente definido.
Son ingresos para gastos casi discrecionales. Entiendo ahora por qué, con las muy loables excepciones de siempre, tanta gente corre a inscribirse y se apunta cada cuatro años para ser alcaldes y concejales.
En otros países de Centroamérica, y lamentablemente ya en Costa Rica, aunque pasa menos, las maras o pandillas extorsionan a quienes trabajan para dejarlos trabajar.
Son peajes de paso, cobros que únicamente tienen el propósito de automantener a las pandillas y que en ningún caso resultan en nada bueno para el extorsionado, más allá de la protección que otorgan los delincuentes contra ellos mismos o contra otros de su misma ralea, promesa que no siempre cumplen.
Pagos que el ciudadano debe hacer cada cierto tiempo a cambio del derecho a trabajar, solo para que no le cierren su negocio o, peor aún, para que no atenten contra su vida.
Para mí no hay diferencia entre una extorsión y el cobro de las llamadas patentes municipales. Ambas son un pago por el derecho a trabajar, con la salvedad de que uno es ilegal y el otro no.
Puede ser que los ayuntamientos no tengan suficiente dinero con lo que ya nos cobran por sus servicios, pero qué pasa con las corporaciones municipales de las zonas costeras, que deberían tener grandes ingresos debido a la enorme cantidad de mansiones de lujo y negocios de foráneos y locales dentro de sus jurisdicciones.
Supongo, tal vez ilusamente, que deben tributar. ¿Qué hacen estos municipios y los otros en las provincias más ricas del centro del país con el dinero de los impuestos sobre los bienes inmuebles, los tributos “solidarios” sobre las casas de lujo? ¿No tienen suficiente ya como para dejar a la gente que trabaja salir adelante sin tener que pagar por las patentes?
Quisiera que alguien me explique esto, no solo mí, sino también a todos los que hacemos fila como borregos para pagar el tributo, pero me temo que a nadie le interesa que se sepa qué hacen los municipios con el dinero que cobran anualmente mediante impuestos, no interesa que se sepa si lo cobran o no, y si no lo cobran, por qué no.
Creo que la razón se esconde profundamente en las filas de cientos de personas que se pelean por llegar a las alcaldías, gobiernos locales, ayuntamientos o como lo quieran llamar. ¿Fiesta?
El autor es geólogo, consultor privado en hidrogeología y geotecnia desde hace 40 años. Ha publicado artículos en la Revista Geológica de América Central y en la del Instituto Panamericano de Geografía e Historia (IPGH).