Una vez que un paciente con covid-19 es intubado se convierte en un ser humano tan dependiente como lo era antes de nacer.
El tubo endotraqueal, a partir de ese momento, se convierte en un cordón umbilical, una conexión con la vida. Debido a la sedación profunda, el enfermo no puede darse vuelta, ni alimentarse, ni bañarse, ni siquiera respirar por sí mismo. Los que superan una neumonía tan grave habrán pasado en esta condición unos siete o diez días.
En ese lapso, les sería imposible sobrevivir sin ayuda de otras manos, pies, ojos y mentes. Manos que lo bañan o le sacan flemas. Pies que corren cuando suena una alarma. Ojos que revisan signos vitales y los laboratorios. Mentes que deciden cuándo se inician ciertas terapias. Manos que preparan infusiones. Pies que llevan muestras y traen nuevos insumos. Ojos que miran los microscopios tratando de identificar bacterias. Mentes adiestradas en máquinas que se usan cuando los riñones fallan.
Cada persona que se recupera de esta condición crítica, ha tenido decenas de madres trabajando todo el día y toda la noche mientras estuvo unida a su cordón umbilical.
¿Quieren saber qué se siente cuando un paciente atraviesa la puerta de salida? Lo mismo que cuando un hijo nace o se gradúa. La alegría desborda la mirada antes de que surjan las palabras.
Esta ola ha golpeado a todos los hospitales e inundando sus salones. El 8 de mayo la Caja Costarricense de Seguro Social solicitó a la Comisión Nacional de Emergencias la declaración de alerta roja debido al aumento exponencial de pacientes graves.
Con esos recursos se pudo haber comprado más monitores, ventiladores, equipo y otros insumos. Eso está bien, pero incluso con personal nuevo se trabajan dobles jornadas desgastantes. ¿Y dónde se compran más madres?
El autor es médico intensivista.