COLOMBO, SRI LANKA – El año pasado fue inolvidable para la economía mundial. El desempeño de la economía, de manera general, no solo fue decepcionante, sino que además ocurrieron cambios profundos –tanto para bien como para mal– en el sistema económico mundial.
Lo más notable fue el acuerdo sobre el clima en París, que fue alcanzado el pasado mes. Por sí solo, el acuerdo está lejos de ser suficiente para limitar el aumento del calentamiento global a la meta de 2 grados Celsius por encima del nivel preindustrial. Sin embargo, este acuerdo puso a todos en sobre aviso: el mundo se está desplazando, inexorablemente, hacia una economía verde. Un día no muy lejano, los combustibles fósiles serán, en gran parte, una cosa del pasado. Así que cualquier persona que en la actualidad invierte en la industria del carbón, lo hace a su propio riesgo.
Debido a que un mayor número de inversiones verdes pasan a primer plano, esperemos que aquellos que las financien vayan a contrarrestar el poderoso cabildeo de la industria del carbón, que está dispuesta a poner al mundo en riesgo para lograr el avance de sus propios y miopes intereses.
En los hechos, el alejamiento de una economía de alto contenido de carbono, donde con frecuencia son los intereses ligados al carbón, gas y petróleo los que dominan, es solo uno de varios cambios importantes en el orden geoeconómico mundial.
Muchos otros cambios son inevitables, debido al franco crecimiento de la participación porcentual de China en la producción y demanda mundial.
Se puso en marcha el año pasado el Nuevo Banco de Desarrollo, establecido por los países Brics (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica), convirtiéndose en la primera institución financiera internacional de importancia que es liderada por los países emergentes. Y, a pesar de la resistencia del presidente estadounidense Barack Obama, y con el liderazgo de China, también se creó el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, que iniciará operaciones este mes.
EE. UU. actuó con mayor sabiduría en lo que se refiere a la moneda china. No obstaculizó la entrada del yuan a la canasta de monedas que conforman los Derechos Especiales de Giro (DEG), que es el activo de reserva del Fondo Monetario Internacional. Además, un lustro después de que la administración de Obama accediera a realizar cambios modestos en los derechos de voto de China y de otros mercados emergentes en el FMI –haciendo una pequeña venia aprobatoria a las nuevas realidades económicas– el Congreso de Estados Unidos aprobó, finalmente, las reformas.
Las decisiones geoeconómicas más polémicas del año pasado son las relativas al comercio exterior. Casi de manera inadvertida, después de años de conversaciones inconexas, la Ronda de Doha para el Desarrollo promovida por la Organización Mundial del Comercio –iniciada con el objetivo de corregir los desequilibrios en los acuerdos comerciales anteriores que favorecían a los países desarrollados– fue sepultada silenciosamente.
La hipocresía de Estados Unidos –ya que pregona defender el libre comercio, pero se niega a abandonar los subsidios al algodón y otros productos agrícolas– se había constituido en un obstáculo insuperable para las negociaciones de Doha.
En lugar de llevar a cabo negociaciones a escala mundial sobre comercio exterior, EE. UU. y Europa han montado una estrategia de “divide y vencerás”, basada en bloques y tratados comerciales que se superponen.
Como resultado de eso, lo que se pretendió llegue a ser un régimen de libre comercio mundial ha dado paso a un discordante régimen de comercio exterior administrado. El comercio exterior de gran parte de las regiones del Pacífico y del Atlántico se regirá por acuerdos con miles de páginas de extensión y que están repletas de complejas reglas de origen que contradicen los principios básicos de eficiencia y libre circulación de mercancías.
EE. UU. finalizó sus negociaciones secretas sobre lo que puede llegar a ser el peor acuerdo comercial en décadas, el denominado Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), y ahora enfrenta a una batalla cuesta arriba para su ratificación, ya que todos los principales candidatos presidenciales demócratas y muchos de los republicanos han abogado en contra de este.
El problema no radica tanto en las disposiciones comerciales de dicho acuerdo, sino en el capítulo sobre “inversiones”, que restringe severamente las regulaciones de salud, medioambiente y seguridad, e incluso las financieras, que causará impactos macroeconómicos significativos.
En particular, dicho capítulo otorga a los inversionistas extranjeros el derecho a demandar a los Gobiernos en tribunales internacionales privados cuando ellos consideren que las regulaciones administrativas contravienen los términos del TPP (redactados en más de 6.000 páginas).
En el pasado, esos tribunales han interpretado el requisito de que los inversionistas extranjeros reciban un “trato justo y equitativo” como motivo para derribar nuevas regulaciones gubernamentales, incluso cuando estas no son discriminatorias y se les adopta simplemente para proteger a los ciudadanos de daños atroces recientemente descubiertos.
Si bien el lenguaje es complejo –lo que es una invitación abierta a costosas demandas en tribunales que enfrentan a corporaciones poderosas contra Gobiernos deficientemente financiados– se puede apreciar que incluso las regulaciones que protegen al planeta de las emisiones de los gases de efecto invernadero pueden ser vulneradas.
Las únicas regulaciones que aparentemente están a salvo son las relacionadas con los cigarrillos (las demandas presentadas contra Uruguay y Australia por exigir un etiquetado modesto acerca de peligros para la salud atrajeron demasiada atención negativa). Sin embargo, sigue habiendo una serie de interrogantes acerca de la posibilidad de demandas en una infinidad de otras áreas.
Asimismo, una disposición sobre la “nación más favorecida” asegura que las empresas puedan reclamar el mejor tratamiento ofrecido en cualquiera de los países anfitriones de los acuerdos. Esto establece una competencia sobre quién llega primero al último lugar, lo que es exactamente lo opuesto a lo prometido por el presidente estadounidense Barack Obama.
Incluso la forma en la que Obama abogó por el nuevo acuerdo comercial mostró cuán fuera de foco se encuentra su administración con respecto a la nueva economía mundial.
En repetidas ocasiones dijo que el TPP podría determinar cuál –EE. UU. o China– redactaría las normas de comercio exterior del siglo XXI. El enfoque correcto es llegar a crear dichas normas de manera colectiva, escuchando todas las opiniones, y llevando a cabo todo esto en una forma transparente.
Obama ha tratado de perpetuar que se lleven a cabo los negocios de la manera acostumbrada, por lo que las normas que rigen el comercio exterior y la inversión a nivel mundial son redactadas por las corporaciones estadounidenses para las corporaciones estadounidenses. Esto debería ser inaceptable para cualquier persona comprometida con los principios democráticos.
Aquellos que buscan una mayor integración económica tienen una responsabilidad especial en cuanto a constituirse en firmes defensores de las reformas de la gobernanza mundial: si la autoridad sobre las políticas nacionales se cede a los organismos supranacionales, lo que sigue, es decir la redacción, implementación y aplicación de las normas y reglamentos, tiene que gestionarse con especial sensibilidad con respecto a las preocupaciones democráticas. Desafortunadamente, este no fue siempre el caso durante el año 2015.
En el año 2016, debemos tener la esperanza de que el TPP sea derrotado, y que este sea el año en el que inicie una nueva era de acuerdos comerciales que no premien a los poderosos y castiguen a los débiles.
El acuerdo sobre el clima que se firmó en París puede ser un buen augurio sobre el espíritu y la conciencia que se necesitan para sustentar una auténtica cooperación mundial.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario en la Universidad de Columbia y economista en jefe del Instituto Roosevelt. © Project Syndicate 1995–2016