La comunidad nacional y universitaria recibimos con gran consternación la noticia del cruento asesinato de cinco estudiantes de la Universidad de Costa Rica (UCR) y de la Universidad Técnica Nacional (UTN).
Al amanecer del 18 de enero, fueron encontrados los cuerpos de Ingrid, Dayana, Sephanie, Joseph y Ariel, quienes fueron degollados con un cuchillo de cocina. Asimismo, una adolescente de 14 años fue dejada gravemente herida por el asesino, pensando que también la había matado.
Según las últimas informaciones, el autor de la masacre habría desarrollado una “obsesión sexual” por una de las estudiantes. Si se comprueba este móvil, estaríamos entonces frente a un escenario de violencia feminicida: ella fue víctima directa de un feminicidio y los otros son feminicidios y homicidios por conexión.
El feminicidio es definido como el asesinato misógino de mujeres y es ejecutado por hombres en su deseo de obtener dominio y control sobre esas mujeres. Desde esa perspectiva, los feminicidios son perpetrados por hombres basados en un sentido de posesión sobre las mujeres, o deseo de posesión, y reflejan una manifestación extrema de violencia y terror.
Los feminicidios y homicidios por conexión suceden cuando otras personas resultan muertas “en la línea de fuego” de un hombre que asesina a una mujer. Es decir, cuando estas personas están en el mismo escenario que la víctima directa del feminicidio y son atrapadas en la acción letal del perpetrador.
Contra las mujeres. El concepto de feminicidio es muy útil para comprender el carácter social de la violencia contra las mujeres y a desarticular los argumentos de que esta forma de violencia es un asunto personal, privado, o el resultado del comportamiento de hombres locos o “fuera de control”.
De hecho, la gran mayoría de los feminicidios son hechos planificados y ejecutados a sangre fría por hombres cercanos o conocidos, como parece ser el caso de esta masacre y como fue también el de la masacre de Matapalo.
Aunque se ha insistido en hablar del presunto asesino como un hombre con problemas de drogas, alcohol y hasta con un posible trastorno mental, no todas las personas con esas condiciones cometen asesinatos tan brutales como este.
Para eso se necesita un disparador adicional y, en este caso, según la hipótesis de las autoridades, fue el deseo de controlar y poseer a una de las víctimas que no le correspondía en sus fantasías sexuales.
Justamente por las razones mencionadas como el aparente móvil de este terrible crimen, es que se dice que los feminicidios representan la expresión última de la masculinidad utilizada como poder y dominio sobre la vida de las mujeres.
El ensañamiento y las altas dosis de crueldad contra las víctimas que caracterizan a este tipo de asesinatos, más que mostrar una patología del asesino, se relacionan con ese deseo de control llevado hasta sus últimas consecuencias.
Es decir, los feminicidios, y la masacre de Liberia parece responder a este patrón, son actos ritualistas de exterminio cometidos por hombres entrenados con el discurso jerárquico de la masculinidad tóxica.
¿Cómo actuar?. Por eso, la mejor estrategia para prevenir y enfrentar estas formas extremas de violencia, y así honrar la memoria de estas vidas perdidas, es convertir la indignación y el estupor en acciones individuales y colectivas para transformar las normas tradicionales de género y para desmantelar el discurso y las prácticas de esta forma tan nefasta de ser hombre.
Estudios realizados en diversas partes del mundo han demostrado que si se logra disminuir la “pedagogía de la violencia”, también se disminuye el ejercicio de esta y su normalización.
Por eso, es imperativo promover la construcción de ambientes no violentos y colaborativos en todos los espacios familiares, comunales e institucionales. En este aspecto, las instituciones educativas tenemos una gran responsabilidad.
Pero estas transformaciones no se producen en el vacío ni son únicamente el resultado de la buena voluntad. Es necesario promover cambios que cuestionen y modifiquen todas las jerarquías que producen y naturalizan las diferentes formas de desigualdad. Es, por tanto, imperativo implementar un sistema de justicia social que incremente el bienestar, el acceso a oportunidades y recursos, que permita reconstruir el tejido social y eliminar la precariedad de la vida.