El principio de división de poderes constituye la base de la democracia republicana. Se trata de un “sistema de frenos y contrapesos” (Montesquieu) en virtud del cual los poderes legislativo, ejecutivo y judicial son independientes entre sí, de modo que –al menos en teoría– ninguno de ellos puede ser intervenido o influenciado por los otros, salvo los casos establecidos expresamente.
En Costa Rica, por ejemplo, tenemos el control político del Poder Legislativo sobre el Poder Ejecutivo a través de las comisiones investigadoras, la aprobación de las leyes de presupuesto ordinario y extraordinario de la República y el conocimiento del informe presidencial, entre otros.
Por su parte, el Ejecutivo tiene injerencia en el Legislativo a través del veto presidencial o de la iniciativa en la formación de la ley. El Legislativo interviene en el Poder Judicial mediante el nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia; si bien no es la forma deseable, no hay hasta ahora otra mejor.
El poder de administrar justicia –ya sea ordinaria o constitucional–, sin embargo, debe guardar total independencia y mayor distancia de los otros poderes del Estado, pues corresponde a los jueces controlar la actividad legislativa declarando la inconstitucionalidad de las leyes cuando estas sean contrarias a la carta fundamental, al tiempo de juzgar los abusos y actos de corrupción cometidos por funcionarios públicos.
En la medida en que la política y los políticos se acerquen a los jueces, mayores serán las probabilidades de complacencia con el abuso de autoridad, la corrupción y la impunidad.
Fuerte mensaje. “A mis amigos lo que quieran, a mis enemigos, la ley”. Una leyenda atribuye la autoría de esa frase a un político mexicano y otra, a un dictador guatemalteco. Sin importar quién la hubiera acuñado, lo importante es el mensaje.
Si los jueces se subordinan a la clase política, reina el abuso y la impunidad del detentador y los suyos. En cuanto asume un gobierno autoritario, coquetea con los jueces, tanto para dar un barniz de juridicidad a los abusos y violaciones a los derechos humanos, como para garantizar la impunidad de sus propios actos.
Los jueces de los Estados Unidos hoy, nuevamente, nos dan lecciones de independencia judicial. No han dudado en neutralizar –con la ley en la mano– las disposiciones abusivas del presidente Trump. Fuera de este reconocimiento, no hay espacio aquí para comentar los casos de por sí conocidos.
El resultado de comparar a los jueces estadounidenses con los jueces venezolanos deja como saldo el descrédito de los segundos –especialmente los del Tribunal Supremo de Justicia–, quienes han legitimado la persecución y la privación de libertad de adversarios políticos del régimen Chávez-Maduro.
Casos muy claros –sin ser los únicos– son el del mundialmente reconocido jurista Allan Randolph Brewer Carías, quien debió huir de Venezuela para salvar su libertad, y el del líder opositor Leopoldo López, preso por su disidencia con el gobierno autoritario.
Subordinación. Si la complacencia con el abuso no era suficiente prueba para demostrar al mundo que el Poder Judicial de Venezuela no sirve a la justicia, las actuaciones de los últimos días del Tribunal Supremo hacen notorio el compromiso de sus jueces con el régimen autoritario y el desprecio por la Constitución. En sentencias recientes, el alto tribunal asumió las funciones del Poder Legislativo (la Asamblea Nacional) y despojó de inmunidad a los parlamentarios rompiendo con ello el orden constitucional de división de poderes.
Posiblemente sea el primer caso en América Latina: el Poder Judicial dio un golpe de Estado.
Los hechos suscitaron el retiro de embajadores, reuniones urgentes de la OEA y del Mercosur y, sorprendentemente, la discrepancia de la fiscala general Luisa Ortega, quien ocupa el cargo desde el 2007. Echo de menos las acciones de esta funcionaria contra los jueces que prevaricaron y rompieron el orden constitucional, pues, más que censurar, la investidura de la señora Ortega le impone actuar.
El sábado pasado el Tribunal Supremo de Venezuela echó marcha atrás y corrigió –en apariencia– los fallos emitidos con anterioridad, devolviendo (si cabe el término) las funciones a la Asamblea Nacional y la inmunidad a los parlamentarios.
Esto último no repara el daño, pues ahora no hay duda: el Tribunal Supremo venezolano es un cascarón institucional al servicio del régimen autoritario.
Por el bien de la democracia, de América Latina y, sobre todo de las libertades y garantías del pueblo de Venezuela, urge el fin del régimen de Nicolás Maduro y la reconstrucción democrática e institucional de ese país hermano, sin los actuales integrantes –que no jueces– del Tribunal Supremo.
El autor es abogado.