Mis padres, Mario y Paulina, me enseñaron que en nuestras sociedades, cuando se ocupa un cargo, ya sea político, laboral o de cualquier otro tipo, la mayoría de las personas estiman que ese nombramiento las honra, pero lo realmente retador, lo verdaderamente disruptivo es que las personas honren el cargo.
Tengo 57 años y, salvo mis estudios de doctorado en Estados Unidos, he vivido mi vida en este hermoso país. He podido ser parte de la evolución que hemos tenido como sociedad, con sus virtudes y sus defectos. Nunca me he sentido ajeno a nuestro terruño ni a su gente, ni he sido indiferente a sus necesidades, ni desleal con la Constitución, ni extraño al principio de fraternidad política en medio de las discrepancias.
Y es que las convivencias con las discrepancias me llevan a la reflexión sobre el gran debate entre el consenso y el conflicto, cuya gestión impulsa el desarrollo de un país. La historia de Costa Rica no es ajena a que, en determinados momentos, el conflicto sea el principal detonante, que termina finalmente generando acuerdos que impulsan cambios en el desarrollo nacional.
Recordemos algunos ejemplos, como la aprobación del Código de Trabajo y las garantías sociales, o la consolidación y modernización del Estado en la segunda mitad del siglo XX, que propició sólidas instituciones públicas y empresas privadas que trabajan juntas, como dos motores de un avión y ninguno puede estar averiado.
Pero lo más importante en toda esta historia de tensiones y conflictos en democracia, quizás sea que contamos con jefaturas de Estado que honraron el cargo. Gestionaron el conflicto, incluso en momentos tan tensos como durante las discusiones alrededor del llamado combo del ICE o sobre el TLC, escucharon a sus oponentes, propiciaron el debate y favorecieron el diálogo, de manera que se pudieran establecer políticas nacionales.
En otros momentos de la historia, los gobernantes vieron en las universidades públicas y en el Consejo Nacional de Rectores a un aliado fundamental para, precisamente, colaborar en la gestión de los conflictos que, como es usual, ocurren en democracia. Porque la nuestra, de más de 200 años, propicia un ejercicio ciudadano y una cultura política muy distinta a la del sudeste asiático.
En estos momentos, existe un conflicto abierto entre buena parte de la sociedad con el gobierno en cuestiones específicas, como el agro, la educación, la seguridad social y la libertad de prensa, que se han expresado a través de acciones colectivas pacíficas.
Esperaríamos entonces que quienes están llamados a gestionar ese conflicto lo hicieran honrando el cargo que ocupan y, si es el puesto más alto de la Administración Pública, con más razón.
¿Qué significa honrar el cargo? Comportarse, actuar con dignidad y con la humildad propia del más alto servidor público; darle prestigio al país y sus instituciones; ser ejemplo entre las naciones, ganarse la confianza y el respeto; ser respetuoso con la ciudadanía; cumplir con el deber de ser presidente de la totalidad y con el deber jurado ante la Constitución.
Por el contrario, vemos que ese poder transitorio ha asumido la peligrosa política de atizar el conflicto, de polarizar y señalar con el dedo a buenos y malos por encima de los derechos, las libertades y la división de poderes.
Quienes levantan la voz lo hacen desde diversos espacios del espectro ideológico, convencidos de que el funcionario de más alto rango de nuestro país debe escuchar, comunicarse con respeto, construir en conjunto y buscar soluciones en las preocupaciones compartidas, en fin, mostrar las fortalezas que le permitan honrar el cargo para el que fue elegido. La investidura exige señorío.
El autor es rector de la Universidad de Costa Rica.