Vivimos rodeados de actos heroicos. Quienes los protagonizan van a trabajar todos los días, procuran el sustento de sus hogares, sonríen a pesar del cansancio y conocen el desvelo porque aman.
Son personas que honran su palabra, rinden cuentas y rectifican. El deber lo hacen suyo, no lo recargan a otros. Estas acciones son heroicas porque no requieren reconocimiento público. Su raíz es la integridad. Su sede, la conciencia.
Podríamos asombrarnos de la gran cantidad de héroes que nos circundan. Quienes siembran y cocinan lo que comemos, recogen la basura, protegen y exponen sus vidas por una comunidad o aman sus aulas.
El héroe no está en un pedestal, no es una persona excepcional, sino humana, limitada, vacilante, imperfecta y perfectible. Es amiga de la sencillez y la normalidad, no así del espectáculo, y prefiere el respeto a la admiración.
El profesor de Filosofía Política Ari Kohen define a los héroes como “personas que enfrentaron el hecho de su mortalidad, tomaron riesgos serios o superaron grandes dificultades, poniendo todo esto al servicio de un principio”.
El psicólogo Philip Zimbardo opina que el acto heróico debe ser “sociocéntrico”, que defender las ideas civiles más elevadas frente al peligro es el concepto central del heroísmo, y esto último surge cuando se pasa de la pasividad a la acción “simplemente por pura decencia”. Para este psicólogo, los criterios que determinan un acto heróico son voluntariedad, asunción de riesgos, sacrificio, servicio a terceros y ausencia de beneficio personal.
Explica William Lad en Sessions of Honor (Sesiones de honor) que “el honor ha inspirado, y continúa inspirando a muchas personas para actuar decente, modesta, respetuosa, civil, hospitalaria, amable, generosa, gentil, valiente y graciosamente”.
Para Bertrand Russell, el honor no ha desaparecido nunca, porque es un hecho que la dignidad necesita, además de leyes e instituciones democráticas, defensas personales para no ser ultrajada.
Se dice que el honor es universal y absoluto, no está vinculado a ningún contexto social, latitud o momento histórico. Ejemplos de ello son el Ehre (honor) alemán, un prestigio a causa de una estimación públicamente reconocida especialmente por motivos morales; la noblesse francesa, responsabilidad, dignidad y liderazgo que hace a un capitán no abandonar su barco; o como lo dijo el educador costarricense Luis Dobles Segreda: “Limpio heredaste el nombre de tu padre y limpio podrás entregarlo a tus hijos”.
El honor es un deber frente a uno mismo y los demás. Une a la humanidad. No está al margen del pasado. “La tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas”, manifestó Gustav Mahler. Una misión honorable es portar ese fuego y entregarlo a los siguientes destinatarios.
Para el economista David Cerdá, el honor es democrático y humanista por asentarse en la dignidad y el respeto. Se atiene a los principios, no es calculador. “Es libre porque es autónomo, lúcido y responsible”. Va más allá de la reputación, es legítima valía, no admite fingimientos, es puesto a prueba cada día, aspira a convertirse en ejemplo.
Los actos heroicos son intensamente sociales y plasman el carácter. Las personas honorables tienen el bien como propósito. Necesitamos que el valor esté presente en las relaciones familiares, laborales y comerciales, en el proceder político y los sistemas educativos, en las prácticas corrientes de la vida ordinaria.
Se dice que el coraje es la caja de caudales del heroísmo. Siempre es un buen momento para aumentar ese caudal.
La autora es administradora de negocios.