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En octubre del 2011, tuvo lugar en la ciudad francesa de Lyon una edición más del congreso de los cinco continentes, y la globalización, la inseguridad y la salud mental fueron los ejes temáticos.
El congreso se clausuró con la firma de una declaración de los aproximadamente mil participantes, en la que hacían un llamado a la toma de conciencia acerca de los efectos psicosociales de la mundialización.
El documento dice que el contexto social, económico y político de la mundialización es antagónico a los derechos humanos y tiene un fuerte potencial de volver a los humanos locos de angustia e incertidumbre con respecto a la confiabilidad en los vínculos sociales y afecta los soportes simbólicos de las culturas y las personas, la noción de porvenir y los proyectos con sentido.
Han transcurrido diez años y asistimos, con mirada perpleja, al desastre psicológico, somático y financiero de los individuos; diez años durante los cuales el debilitamiento del lazo social ha originado patologías mentales relacionadas con la soledad y la aparición de una desesperanza que detona formas de depresión individuales y paranoia colectiva, que sustentan el aislamiento y la discriminación como maneras de vinculación peligrosamente precarias.
El impacto nefasto de la mundialización en la construcción de las subjetividades encuentra abrigo en la proliferación de corrientes terapéuticas que el médico e investigador Gregorio Baremblitt calcula entre 250 y 500.
Algunas de ellas son bastante conocidas, así como los planteamientos orientalistas o místico-religiosos presentados como psicoterapéuticos o de encuentro con dimensiones valiosas de la personalidad, y también «ciertas tecnologías» en las que no faltan cristales, flores y chakras, bautizadas por el psicólogo argentino Enrique Guinsberg «lo “light” del mundo psi».
Esos tratamientos de lo psíquico, cuyos portavoces dan brinquitos en TikTok, amamantan el individualismo competitivo, así como una obcecación narcisista por el yo, con lo cual infligen una herida mortal a los lazos sociales, con graves consecuencias en las relaciones de amistad y de pareja, puesto que el narcisismo es incompatible con los proyectos colectivos y con la idea de percibir a los otros como lugar de encuentro.
La precarización en la construcción de la subjetividad se articula mediante el endiosamiento de los proyectos individuales como símbolo de éxito, atribuyéndole al otro una condición de obstáculo, cuando no de amenaza para la consecución de los logros, especialmente la felicidad.
En vista de que para la globalización la felicidad es el fin, los infelices avanzan en busca de que la satisfacción sea inmediata debido a la imposibilidad de espera.
Nos encontramos, entonces, ante una modernidad «light» y un progreso «epidérmico»; sin embargo, como esos adjetivos no figuran en ningún manual de diagnóstico psiquiátrico, no serán considerados como crisis sanitarias, e igual suerte corre el término «felicidad», aunque pertenece a la categoría de sustantivos abstractos.
Así es como la felicidad, según la plantea la globalización, no es de ninguna manera salud mental. La salud mental, con todas sus calorías, la hallamos en quienes nos interpelan y conmueven, en los lugares comunes que habitamos, y que, en lugar de ser destino, son cobijo.
La autora es psicoanalista y psicóloga.