Hillary Clinton no perdió las elecciones por algún error político-administrativo serio que haya cometido a los largo de treinta años de exposición a las críticas públicas; los benditos correos electrónicos desde el servidor privado, exempli gratia, fueron eximidos repetidas veces. La perdición de Clinton fue haber arrastrado, a lo largo de muchos años, una falta de apoyo a sus aliadas por antonomasia: sus hermanas de género.
A lo largo de la campaña pasada, me llamó siempre la atención el hecho de que analistas una y otra vez repitieran que ambos candidatos eran, no solo los más conocidos en el imaginario colectivo del electorado estadounidense, sino también los menos queridos – o más odiados, según se quiera puntualizar–.
Del ganador de la contienda, era de esperarse; a final de cuentas, fue parte de su estrategia. ¿Pero por qué una mujer quien, sin dudas de amigos, enemigos y del público en general trabajara durante décadas por el bien público, llegó a acumular tan altos índices de impopularidad?
La opinión pública es una novia caprichosa y elusiva; si los mercaderes de imagen tuviesen varita mágica, la hubiesen atrapado a más tardar con el advenimiento de los medios electrónicos. Sin embargo, con ellos no hizo más que volverse más rápida, truculenta y difícil de atrapar. Y ni hablar de la percepción emocional que aquí argumento.
Incongruencia. Hillary Rodham cometió un primer error sociopolítico al saltar a la arena política de Little Rock casada con su Bill, pero negándose a asumir su apellido a la tradicional usanza angloamericana.
Con tal de garantizar el ascenso político de Clinton, el Rodham fue olvidado y para cuando la pareja llegó desde Arkansas a Washington, esa afrenta a la tradición había sido ya olvidada y perdonada. Fue un error corregido y superado.
Pero justo para esa campaña, vinieron las galletas: en una entrevista cotidiana, Hillary alegó que ella “bien pudo haberse quedado en casa horneando galletas, pero prefirió salir a trabajar para apoyar a su marido”.
La forma y contexto en que lo dijo, magnificado por los medios, hirió las sensibilidades de millones de mujeres estadounidenses que habían optado por una vida doméstica y no profesional. Hillary se disculpó posteriormente, pero como cualquier comunicólogo habría diagnosticado, el daño del resentimiento ya estaba hecho. Fue su error pequeño.
Su gran error fue su mal cálculo político tras el affaire Lewinsky. Con prueba fehaciente (a través de un vestido manchado con el semen de su marido) de las travesuras de Bill, su presidencia se tambaleó, pero su matrimonio se ocultó bajo un misterioso manto de comprensión conyugal.
Ahí estaba el epítome de la mujer capaz, brillante y traicionada que se negaba a abandonar a su marido, mandarlo al carajo y pedir el divorcio. Para otros millones de mujeres, esta vez las que habían sacrificado la integridad de sus familias, la felicidad de sus hijos y su tranquilidad emocional al separarse y divorciarse de ingratos, crueles o infieles maridos, resultó incomprensible la tenacidad marital de Hillary. Esta vez, la primera dama enajenó a las que habrían de servir como ejemplo a seguir.
Conveniencia. Buena parte de la historia civilizada se basa en la interacción que ha habido entre parejas. Y cada historia entre dos personas es diferente, como cualquiera mayor de diez años lo sabe. Está claro que Hillary y Bill siempre fueron compinches de ideales y proyectos políticos; salta a la vista.
Pero no haber abandonado oficialmente el lecho de intimidades sembró en Hillary esa semillita que luego engendró en la desconfianza de muchos sobre su autenticidad. Y de la desconfianza al odio, no hubo mucho trecho.
¿Por qué no se separó de Clinton, pero continuaron como amigos, como millones de divorcios se han desarrollado, como los mismos dos del ganador de la campaña presidencial? Por amor a Bill, lo dudaron todos; por amor al futuro político, lo intuyeron todos.
Según CNN, el 54% de las mujeres votaron por Hillary Clinton. Solo el 54% de un electorado que tenía la opción entre una singular mujer y un comprobado misógino. Unos cuantos miles de mujeres más en Ohio, Michigan, Carolina del Norte y otros estados claves que no hayan estado confundidas desde hace décadas por las señales mixtas enviadas por una líder infatigable, y la historia hubiera sido otra menos escabrosa.
El autor es comunicador.