El debate toca nuevamente la forma en que se elige a los magistrados suplentes. Sin embargo, el problema no solo está en eso; es algo más de fondo y, por ende, no se debe caer en tapar el sol con un dedo y dejar de aceptar lo que es: el ingreso a la función pública, en general, sigue siendo un proceso que no garantiza que la idoneidad prevista y deseada en el servicio civil por el Constituyente se presente.
El mérito y las competencias probadas no es lo que mueve la contratación del funcionario púbico, así como tampoco se ha logrado implementar un buen proceso de revisión regular del actual cuerpo de servidores para identificar a los que, sin verguenza de ningún tipo, reciben salario sin merecerlo. Al reclutarse se aplican entrevistas, cuestionarios, exámenes, pero el problema persiste. Fallamos en las herramientas de selección que no pocas veces las aplican otro cuerpo de personas con escaso o nulo conocimiento y experiencia en cómo reclutar con mayor certeza.
Ahora, los magistrados suplentes, así como los titulares o los jueces, son, en efecto, un grupo de servidores sobre los cuales cabe un procedimiento de reclutamiento riguroso.
Pero tal objetivo no puede abusar en aspectos subjetivos que puede hacer que el juicio de un tribunal examinador se convierta en una especie de “santa inquisición” de la ética, del juzgamiento de los conflictos de intereses, entre otros. La objetividad total es imposible, y cualquier zona de subjetividad no dejará de ser molesta.
Leía, en cuanto a la posible propuesta de selección de los suplentes, que se buscará conocer de cada interesado: cuánto gana y cómo se lo gana, cuáles son sus clientes, si tiene antecedentes, sanciones, y qué intereses lo mueven.
Hay respuestas que sin mucho problema se pueden conocer, incluso sin necesitar que el candidato aporte la información pues esta consta en registros públicos, pero otras no es tan fácil. El secreto profesional puede verse comprometido, el derecho a la intimidad, y hasta la misma motivación de los aspirantes podría menguar, dejándose los procesos de reclutamiento solo para los que, precisamente, no se quiere tener.
Sea como sea, un consejo sensato para la Corte Suprema es no considerar que solo en ella está la capacidad para proponer y decidir un modelo de reclutamiento. La academia, los litigantes, entre otros, debe estimarse para que el ensayo salga lo más fortalecido posible.
Ahora, cuando se piensa en qué debe proyectar cualquier candidato a ocupar un cargo de la hacienda pública, es bueno recordar el deber de probidad del art. 3 de la ley de anticorrupción; así, y entre otros, la persona está obligada a orientar su gestión a la satisfacción del interés público, y eso lo debe hacer demostrando rectitud y buena fe en el ejercicio de las potestades que le confiere la ley, pero, además, administrando los recursos públicos con apego a los principios de legalidad, eficacia, economía y eficiencia, rindiendo cuentas satisfactoriamente.
Sin embargo, tenemos otro asunto igualmente delicado. En efecto, no solo el reclutamiento debe pasar por una especie de cirugía mayor, sino, además, el examen de rendición de cuentas.
Seguiré pensando que una sana forma de garantizar una buena escogencia y rendición de cuentas es que todo el que ocupa un cargo regular en el Estado, sea contratado a plazo determinado, con un acuerdo en su contrato de rendir con cierta periodicidad informes de cumplimiento a partir de ciertos indicadores de desempeño, o sea, que estén previstas métricas de medición y, si el sujeto cumple, garantiza la continuidad.
Nuestro país merece que poco a poco desterremos a los malos funcionarios y coloquemos y mantengamos a los honestos, a los que sí quieren fajarse (con su trabajo diario) por el bien de la sociedad.