El origen del vitral es el cristal. Un vidrio que proviene del desierto. Siria y Mesopotamia extendieron su industria por el Mediterráneo. Los artesanos asiáticos impulsaron la fabricación y Egipto fue el principal proveedor en las cortes reales. Se dice que el vidrio soplado fue descubierto por los fenicios en el siglo I a. C.
El vitral es una antigua manifestación artística. Un arte complejo. La esencia de su técnica no ha desaparecido. Una disciplina artesanal que aún sigue llevando luz a los espacios públicos y privados.
Vitrales del arte románico posiblemente inspiraron a los bizantinos. Entramos en contacto con la historia cuando los contemplamos en las catedrales de Notre Dame, Colonia, Milán o Sevilla. Asimismo, en las mezquitas de Arabia, Irán y Turquía.
Grandes vidrieras dan paso a la luz y calidez de la hermenéutica mística del arte gótico. Luz física que cobra trascendencia metafísica. La luz ha sido desde la antigüedad un signo trascendente de la belleza. Ha tenido una íntima relación con el sol, su fuente natural.
Para algunas culturas, la luz tiene un sentido no solo estético, sino también ético. Al traducirse al griego, el término empleado para luz fue kalós, el cual identifica bondad con belleza. Luego, surge la llamada estética de la luz que la identificó con la perfección y el absoluto. La riqueza del color aportó un gran simbolismo.
Algunos icónicos vitrales fueron destruidos por los permanentes bombardeos de las guerras. Por los cañones del odio. Es el caso de la catedral de Reims en Francia. Estas heridas son males del pasado que no deberían repetirse. Las catedrales cristalizaron el esfuerzo colectivo de las ciudades. Cayeron pero aun así resurgieron de las cenizas.
En cierta forma, nuestra vida posee íntimos vitrales. Ventanas interiores que nos recuerdan fragmentos de nuestra existencia. Existen claroscuros. Momentos difíciles. Los humanos también podemos fracturarnos ante el paroxismo del dolor: una enfermedad, un duelo, un accidente, una separación. Ante desvelos, descuidos y olvidos.
Aun así podemos volver a restaurar esos fragmentos y soldarlos con el plomo y aplomo de la fortaleza. De una fortaleza quizás espiritual. Viene a mi memoria la técnica japonesa del kintsugi que repara las piezas rotas de porcelana colocando oro entre sus grietas. Esas cicatrices terminan siendo lo más valioso del jarrón. Esas huellas son las bellas marcas de un volver a nacer.
Pero el vitral no cumple su propósito sin la luz. Atravesamos tiempos oscuros. La ruptura no debería ser el motor de los proyectos políticos ni económicos. Tampoco la violencia ni las sanciones.
¡Qué hermosos vitrales produciría una verdadera cultura humana uniendo la riqueza de las civilizaciones! Afirmando un encuentro en sus puntos esenciales. Tenemos raíces profundas y comunes. No mueren a pesar del invierno y de las guerras.
¿Cómo vamos a construir sociedades sin raigambre, sin memoria, sin un rostro? Así como los fenicios creyeron ver un “milagro” cuando al encender una hoguera descubrieron un líquido traslúcido entre aquellas misteriosas piedras, nosotros podemos aspirar a convertir las pequeñas y grandes naciones en egregios vitrales que cumplan el propósito de devolver la luz y esperanza a un mundo que está oscureciendo.
Preclara la reflexión de Georges Bernanos: “Solo se llega a la esperanza a través de la verdad y a costa de muchos esfuerzos. Para encontrar la esperanza hay que ir más allá de la desesperanza. Cuando llegamos al final de la noche, nos encontramos con un nuevo amanecer”.
Dicen que detrás de la esperanza siempre se encuentra un amor. Cristalicemos el sueño de construir juntos un gran vitral.
La autora es administradora de negocios.