La multinacional Disney cumplió cien años y es reconocida como el conglomerado de medios de comunicación y entretenimiento más grande de los Estados Unidos. Inicialmente, fue una compañía productora de breves audiovisuales, llamados Sinfonías tontas. Con el paso del tiempo, popularizó a personajes como Mickey Mouse, Pluto o el Pato Donald.
Sin embargo, en 1937, presentó un hito en la pantalla grande, era el primer largometraje en dibujos animados que se hacía a escala mundial, con 83 minutos de duración. Se trató de Blancanieves, cuento de la tradición oral, compilado en 1812 por los hermanos Grimm.
Tal hecho no solo impactó en la visión que se guardaba del cine, sino también tuvo grandes repercusiones en la literatura infantil.
Al mismo tiempo que aparecían personajes, surgidos de las mentes creativas de la empresa, como el perro Tribilín, la pata Daisy o los sobrinos de Mickey Mouse, se elaboraron filmes fundamentados en cuentos populares u obras literarias dedicadas a la niñez, entre ellos, Pinocho (1940), Cenicienta (1950), Peter Pan (1953), La Bella Durmiente (1959) o La Bella y la Bestia (1991).
En la mayoría de los casos, los guionistas se tomaron libertades para modificar argumentos originales, incurrieron en la omisión de fragmentos, anularon o reinventaron personajes y hasta “rediseñaron” los finales de las historias, de tal manera que las producciones cinematográficas fueran mejor aceptadas por el público.
Empresa de Walt Disney bajo escrutinio
Muchos intelectuales, de diversas trincheras ideológicas, han levantado la voz contra Disney. Por ejemplo, Ariel Dorfman y Armand Mattelart publicaron en 1972 el libro Para leer al Pato Donald; eran los tiempos de la Guerra Fría y los cruentos enfrentamientos entre posturas de izquierda y derecha.
Con una perspectiva marxista, señalaron que la empresa Disney tenía intereses políticos en América Latina. Analizaron sobre todo las revistas de historietas o cómics, las cuales tenían alta difusión en las décadas de los 60 y 70. Concluyeron que estos impresos, aparentemente concebidos como inocente fuente de gozo infantil, servían para expandir y legitimar ideales capitalistas.
En 1999, el pedagogo Henry A. Giroux planteó que Disney no solo hace productos para la niñez, pues se dirige, de manera general, a la familia. De esa forma, coloca en el mercado un sinfín de objeto que consumen los adultos, tal es el caso de ropa, adornos, vajillas, juguetes de colección o videojuegos.
Muestra de ello es que, antes del estreno de Blancanieves, ya se vendía la muñeca de la princesa que desfallece al morder la manzana envenenada.
Asimismo, Giroux sostiene que, independientemente de la edad, la gente mira estas películas, pues le provoca una placentera metáfora de inocencia. Es un estado en el que parece posible creer en la bondad, la alegría o el satisfactorio triunfo del bien sobre el mal.
Contundentemente, Gemma Lluch afirmó en el 2004 que Disney se apropió del copyright de la fantasía. Tal aseveración no resulta vana, pues las jóvenes generaciones jamás imaginarían que Pinocho y Geppetto habitaban en una casucha miserable y nunca en un adorable hogarcito lleno de relojes de cuco; que la Sirenita acaba transformada en espíritu del aire y no se casa con el príncipe o que, en lengua española, el personaje de Las mil y una noches se llama Aladino, y no cabe el uso del anglicismo Aladdin.
¿Se debe renunciar a Disney?
Se trata de una empresa que no desea perder sus millonarios ingresos. Bien se sabe que, en la actualidad, no sería rentable ver una princesa dócil, incapaz de reclamar sus derechos, como Blancanieves. Por ejemplo, en la película Encanto (2021) se presentan mujeres valientes, fuertes, en un contexto típicamente colombiano. Es una forma en la que la multinacional reafirma su sitio entre el público de América Latina.
¿Se debe renunciar a Disney? Nunca, ya es una marca incorporada en la cultura, y sería imposible aplacar su vigencia en el contexto contemporáneo.
Lo ideal sería que las jóvenes generaciones no se conformaran solo con ver las películas, y leyeran los textos originales; además, que se hablara sobre estas lecturas en escuelas y colegios. Así podríamos mirar, de otra manera, los castillos que una gran mayoría adoramos en nuestra infancia.
El autor es profesor de Literatura Infantil en la UCR y la UNA.