Siete aspirantes a la presidencia del Ecuador sumaron un 43,3% de los sufragios en las elecciones de febrero pasado, según el Consejo Nacional Electoral de ese país. Ni esos siete sumados, le llegaron al 56,7% obtenido por Rafael Correa. Más que una manifestación del carisma del ganador, el resultado me habla de una terrible oposición, desarticulada y débil, que ha facilitado el ascenso inalterable del oficialismo.
Oposiciones laxas. Los partidos políticos de América Latina han desaprovechado el increíble recurso democrático de hacer una oposición constructiva.
Con contadas excepciones, nuestras bancadas legislativas se han enfrascado en lo que llamo “la oposición del espectáculo”: captar la atención de los medios con aspavientos folclóricos, invertir tiempo en ventilar “trapos sucios” de los otros opositores, criticar y destruir cualquier iniciativa del Gobierno, buena o mala, o hacer acuerdos que responden a intereses partidistas o personalistas, y no a los de la mayoría.
Valga la lección ecuatoriana para decir que la oposición en Costa Rica no es de consensos, sino de controversias. Somos expertos en la cultura del desacuerdo.
El politólogo Constantino Urcuyo detectó en una entrevista reciente, dentro de las ocho fracciones legislativas, 18 subtendencias. ¡18! Para 57 diputados, es sencillamente risible.
No tenemos una oposición que se organice entre sí. ¿Qué logros relevantes para el país obtuvo la efímera Alianza por Costa Rica que gobernó la segunda legislatura de la actual Administración?
Desde hace mucho, los partidos políticos no se rigen por ideologías. Están cada día más lejos del pueblo y más cerca del oportunismo.
Lo diagnosticó el XVIII Informe Estado de la Nación : “… la actuación del Congreso se distancia cada vez más de las expectativas ciudadanas (…), el Congreso desaprovechó (en el periodo 2011-2012) la oportunidad de enviar una señal, clara y positiva, de concordancia con las aspiraciones ciudadanas”.
¿Con qué autoridad, entonces, la oposición actual se quejará en febrero del 2014 cuando probablemente triunfe, por tercera vez consecutiva, el mismo partido? Por cierto, no soy simpatizante de esa agrupación, pero, si me preguntan, nadie en la oposición ha demostrado en ocho años que lo podría hacer mejor.
La democracia de la ingobernabilidad. Un país muestra síntomas de ingobernabilidad cuando es más fácil bloquear una ley que aprobarla, cuando hay un desencuentro entre el líder del ejecutivo y el propio partido que lo llevó al poder, cuando hay un gabinete resquebrajado desde la base (el más inestable de las últimas cuatro administraciones, según el mismo Estado de la Nación), y, también, cuando hay un malestar social alto y un escasísimo apoyo popular. Todas son señas que ha mostrado el gobierno de Laura Chinchilla desde su accidentado inicio en el 2010.
Pero es tiempo de reconocer, como lo es en una democracia, que no todo lo que ocurre es culpa del Gobierno.
La sociedad civil es parte de la democracia. Si el votante no se interesa por lo que deciden sus gobernantes, si no se informa, si no se documenta de las propuestas que surgen y, sobre todo, si no le interesa que los que lo deben representar ya no lo hacen más, entonces ¿es culpa esto del Gobierno?
Este año han surgido dos propuestas de Proyecto País tirando líneas para retomar el rumbo, una más completa y estructurada que la otra, por cierto.
Pero, antes de adentrarnos en estas ideas bien intencionadas, debemos derrotar esa cultura del desacuerdo, del “vencí a mi oponente, perdió el país, pero estoy feliz, ¡viva Costa Rica!”.
Pongámonos de acuerdo, aunque sea en dos o tres temas claves y, luego, en cómo trabajar para resolverlos.
El tema fiscal y un modelo de país verde que vaya en línea con la propaganda internacional serían buenos comienzos.
No tenemos que estar de acuerdo en todo. Es inviable. Pero podemos madurar como democracia y pasar páginas de un atribulado y olvidable 2013 para la política. Lo necesitamos. Lo urgimos.