Los medios de comunicación han hecho del dominio público expresiones como “clase trabajadora”, “ideología”, “enajenación”, “sociedad de consumo”, “función social de la propiedad”, “Estado liberal burgués” y otras, en su mayoría de origen marxistas, o al menos de sectores afines, y las repiten machaconamente, aun cuando no haya un consenso sobre su significado.
Solo me referiré a la primera. “La clase trabajadora” es utilizada en forma discriminatoria y por tanto errónea, únicamente a quienes llevan a cabo un trabajo manual en el sector público a cambio de un sueldo sin reparar en que, en el sector privado también hay empleados que prestan sus servicios de la misma forma.
En ambos sectores hay quienes no efectúan ningún trabajo manual, pero tienen a su cargo funciones intelectuales de planeamiento, dirección y supervisión y, por ello, tampoco se les debe negar su condición de “trabajadores”, pues son, predominantemente, quienes determinan el perfeccionamiento y los avances de los procesos productivos.
Es un error, entonces, hablar de una “clase trabajadora” de la que estarían excluidos, no solo los empresarios, sino todos aquellos que, dentro de los sectores públicos o privados, ejercen trabajos predominantemente intelectuales.
Opresores y oprimidos.@El error, de larga data, no es intrascendente, pues ha servido para fundamentar una arbitraria repartición de méritos y culpas, de virtudes y vicios. En el esquema marxista, la historia ha sido violentamente simplificada y la humanidad, dividida, por dos abstracciones: los burgueses opresores y la clase trabajadora, oprimida por intereses antagónicos, trabados en permanente lucha.
Para que el esquema funcione con la precisión requerida por el autor de la teoría, los capitalistas deberán ser, necesariamente y sin atenuantes, el alma de la opresión, y los llamados trabajadores, en igual forma, el alma de la esclavitud.
Burgués ya no significará, dentro del léxico marxista, habitante de un burgo, sino explotador, sanguijuela, puerco, usurero, egoísta e inmoral, y proletarios, todo lo contrario, aunque en algunos casos se encuentren afectados de una especie de ceguera, propia de aquellos que no creen que cuando aumentan sus salarios, aumenta su esclavitud, como lo enseña el maestro y, por tanto, dudan de la teoría y no se afilian a la moderna cruzada de la liberación universal anunciada por el profeta Marx y postergada sine die.
Origen. ¿De dónde proviene todo este delirio? En el prólogo de la segunda edición de El capital (1873), Marx se confesó discípulo de Hegel y censuró, sin mencionarlos por su nombre, a los “pedantes”, “arrogantes” y “mediocres” que pretendían menospreciarlo, si bien advirtió de que todo el sistema filosófico de Hegel estaba parado “”de cabeza” y, por lo tanto, a él le correspondía la misión histórica de invertirlo de nuevo para que quedara “cabeza arriba”, como correspondía.
Sin embargo, afirmaba que el trabajo que Hegel conocía y reconocía es solamente el espiritual abstracto. Sebastián Soler, quien además de connotado penalista argentino incursionó en la segunda mitad del siglo XX en materias sociológicas y políticas, comentó al respecto: “La verdad es que para Hegel, la acción no está concebida con esa imputada abstracción, pues para él, el hombre solamente a través del desarrollo de su cuerpo y de su espíritu y esencialmente por medio de ellos, alcanza a concebir su autoconciencia como libre”.
Fracaso. El marxismo, como lo concibió su autor, con la desaparición del Estado incluida, ha demostrado ser irrealizable y su autor ha pasado a engrosar el número de utopistas que, al margen de la naturaleza humana, han soñado con la implantación de sistemas teóricos imposibles de ser llevados a la práctica. El mismo Soler en su citada obra señala: “El tema clásico de la desaparición del Estado, expuesto por Marx, Engels y Lenin, que constituía uno de los puntos básicos de la ortodoxia, creó serias dificultades cuando, consolidada la revolución, el Estado ruso en vez de dar muestras de debilitamiento extintivo, mostraba garras más afiladas y crueles que las del águila del escudo americano y las del león británico juntas”.
Estas dificultades han obligado a profundas rectificaciones en todos los países que en el siglo pasado pretendieron instalar un paraíso en la tierra siguiendo el ejemplo de la hoy extinta Unión Soviética. Es harto evidente que el sistema comunista, o los nacidos bajo su amparo, han fracasado en el mundo entero.
En nuestra América, Cuba, y especialmente la Venezuela de Maduro, abiertamente comunistas, se encuentran en agonía, y nuestra vecina Nicaragua, sin haber adoptado oficialmente el sistema, con el cual al menos teóricamente simpatiza, también corre peligro de extinguirse. Lo anterior demuestra que el comunismo, en sus diferentes versiones, ha periclitado sin remedio. ¿Logrará la democracia representativa satisfacer las aspiraciones y deseos de las nuevas generaciones? Es el reto al que se enfrenta.
El autor es abogado.