“¿Qué es lo que no entienden? Está muerta, muerta, muerta”. Así, David Durand, director médico del Hospital de Niños de Oakland, trató de convencer a los padres de Jahi McMath de que las pruebas médicas estándar de muerte cerebral indicaban que su hija adolescente ya no estaba viva.
La familia se mantuvo firme en contra de esa idea y el hospital finalmente les permitió llevar a Jahi a Nueva Jersey, el único estado de EE. UU. que obliga a los hospitales a albergar a los pacientes cuyas familias se oponen, por motivos religiosos, a aceptar la muerte cerebral como muerte.
Jahi siguió siendo durante más de cuatro años un miembro funcional (aunque con discapacidades radicales) de la especie Homo sapiens: combatió infecciones, reaccionó al trauma corporal aumentando su frecuencia cardíaca y tuvo su primera regla.
Su caso reactivó el interés (y el debate) sobre qué es morir. Unos pocos años antes parecía haber consenso en que la muerte cerebral es muerte, pero si alguna vez existió ese consenso, ya desapareció.
Hasta la década de los sesenta, el indicador de la muerte de una persona era el cese irreversible de su pulso, pero la invención de respiradores capaces de mantener vivos a seres humanos con graves daños cerebrales, sumada al éxito de los trasplantes de órganos, llevó a un Comité de Harvard a recomendar que el nuevo estándar para determinar los decesos fuera la “muerte cerebral”.
Esta decisión llevó, para 1980, a que la Comisión de Derecho Uniforme propusiera una nueva Determinación uniforme de muerte. Poco después, se consideró la “muerte cerebral” como muerte en los 50 estados de EE. UU.
Asombrosamente, este cambio sustancial en la manera en que entendemos la muerte de los seres humanos tuvo lugar sin muchas discusiones ni escrutinio del público. Pocos sabían, por ejemplo, que, según lo que muestran los archivos, el Comité de Harvard discutió explícitamente que era necesario cambiar la definición de muerte para contar con más órganos para trasplantes.
La muerte cerebral pasó a ser un concepto prácticamente indiscutido... de ahí la frustración de Durand frente al rechazo de la familia McMath a aceptar que, a pesar de que el corazón de Jahi aún latía y su cuerpo estaba tibio, había muerto. Pero este caso tuvo un papel fundamental para desmantelar el consenso, al igual que varios otros en los que mujeres “muertas” gestaron niños hasta su nacimiento (uno de estos casos dio lugar al siguiente titular: “Mujer con muerte cerebral da a luz y luego muere”).
Esas noticias podían desestimarse considerando que respondían a la mala comprensión popular de los hechos científicos, pero fue más difícil descartar un editorial de la revista Nature que señalaba que aunque la Determinación uniforme de muerte de 1980 exige “el cese irreversible de todas la funciones del cerebro”, las pruebas estándar utilizadas para determinar la muerte cerebral no evalúan eso.
En algunas personas con diagnóstico de muerte cerebral, la glándula pituitaria o el hipotálamo funcionan (probablemente esa sea la causa de que haya quienes, como Jahi McMath, alcancen la pubertad después de que se les haya declarado muertas).
Frente a la presión que ejercieron médicos y grupos a favor de los trasplantes para solucionar esas incoherencias, se pidió a la Comisión de Derecho Uniforme que considerara cambiar la definición de 1980 para reflejar el hecho de que los médicos no evalúan la muerte cerebral completa, sino el “coma permanente, el cese permanente de las funciones respiratorias espontáneas y la pérdida permanente de reflejos troncoencefálicos”.
La Comisión se reunió en Honolulú en julio de este año y la discusión que se generó demostró que ni por asomo hay consenso sobre la muerte cerebral.
En setiembre, el presidente del comité que había estado discutiendo sobre la definición envió un correo electrónico a las partes involucradas en el que decía que habían “decidido hacer una pausa” en esos esfuerzos. “Por el momento, no programaremos más encuentros del Comité para la redacción del borrador”, agregó
Entendemos que ese resultado indica que, una vez que se abrió a discusión la definición de la muerte, quedó claro que no es posible hacerlo sin enfrentar una pregunta profunda, que causa división en términos morales y sobre la cual no hay consenso: ¿Qué circunstancias justifican quitarle el corazón a una persona para salvar a otra?
Nuestras posturas éticas sobre la inviolabilidad de la vida humana son muy diferentes. Uno (Camosy) es profesor de Bioética en una facultad de medicina católica, enseña además teología moral a seminaristas, y apoya la justicia igualitaria para los seres humanos prenatales y la prohibición de la muerte asistida por médicos.
El otro (Singer), profesor de Bioética de la Universidad de Princeton, es utilitarista y apoya el derecho al aborto y la muerte asistida por médicos, y aboga por que se permita a los padres tomar la decisión de poner fin a la vida de sus hijos recién nacidos si estos tienen discapacidades graves. Sin embargo, coincidimos en que muchas personas diagnosticadas con “muerte cerebral” según las pruebas estándar actuales correctamente aplicadas, son homo sapiens vivos.
Declarar muertos a algunos seres humanos cuyos cuerpos están tibios y sus corazones laten, como lo hizo la legislación de Determinación uniforme de muerte, implicó un gran cambio cultural. Y, sin embargo, no se reconocieron las implicaciones potencialmente profundas para la moral y la situación legal de los seres humanos prenatales y neonatos, junto con la de los humanos más viejos con daños neurológicos asociados a las últimas etapas de la demencia.
Dada la creciente evidencia sobre la profunda falta de consenso en estas cuestiones, creemos que es hora del debate que debimos haber tenido hace 50 años sobre cuándo morimos los seres humanos. El debate no puede eludir la cuestión de la situación moral y legal de los seres humanos que están vivos, como organismos humanos, pero han perdido irreversiblemente la conciencia.
Esa es precisamente la cuestión que nos divide. Para Camosy, a esos organismos humanos vivos les sigue correspondiendo una condición moral plena, mientras que para Singer, prolongar sus vidas ya no los beneficia y, por ello, se les pueden quitar órganos para salvar a otros. En lo que sí coincidimos es que esos son los términos del debate, tanto para los pacientes como para los responsables políticos y los especialistas en ética.
Peter Singer, profesor de Bioética en la Universidad de Princeton, es el autor de varios libros, entre ellos, “Ética práctica” y “Salvar una vida”.
Charles Camosy, profesor de Bioética en la Facultad de Medicina de la Universidad de Creighton, es miembro del Grupo de Teología Moral Monseñor Curran de St. Joseph Seminary y autor de “Ética cristiana: contra la cultura del desecho”.
© Project Syndicate 1995–2023