Es hora de cerrar el canal de Panamá a Rusia, como señal para China. El comercio marítimo de Rusia es trivial, por lo que el impacto en la capacidad bélica y económica del presidente Vladímir Putin sería poco. Pero ese no es el punto.
Con la Declaración Conjunta del 4 de febrero, Xi Jinping hizo una apuesta por Putin y sus planes en Ucrania, lo que se tradujo, entre otras cosas, en que Putin retirara sus tropas de combate de la frontera con China para enviarlas a Ucrania.
La apuesta de Xi es de antes de la debacle de la invasión, cuando razonablemente era posible anticipar que la “operación militar especial” sería cosa de apenas unos dos o tres días, y que los ucranianos se doblegarían ante el poderío del Ejército ruso.
Cuando Xi y Putin firmaron el acuerdo, quién iba a imaginar que apenas dos semanas después Europa estaría sumida en la guerra más intensa desde la era de Hitler, que cuatro millones de refugiados estarían escapando y que Putin estaría amenazando con una guerra química y nuclear.
Cuanto más rápido China logre distanciarse de Putin, más rápidamente terminará la guerra contra Ucrania. La voz de China, aunque sea tan solo un susurro, es probablemente la que más influencia tendrá en el desenlace de los planes de Putin.
El canal de Panamá es el lugar donde el mundo, China incluida, puede decir a Putin que el rumbo de sus obsesiones lleva solo a la catástrofe, como al capitán Ahab y la ballena blanca.
El canal de Panamá es el ejemplo número uno de por qué lo que pasa en Ucrania no se quedará en Ucrania. No es una cuestión hipotética. La semana de la invasión el vice primer ministro de Rusia y el presidente de la Duma estuvieron en Managua. Justo antes de la invasión, una delegación de rango similar visitó Nicaragua, Cuba y Venezuela.
Existen solemnes tratados de neutralidad aplicables al canal de Panamá, y la cuestión de la soberanía panameña no se debe tomar a la ligera. Lo que está en jaque debido a la guerra de Putin contra Ucrania es el futuro de la soberanía como la entendemos en nuestro mundo moderno, un mundo de autodeterminación, constituciones, paz por comercio, fronteras que no pueden ser cambiadas a la fuerza, el imperio de la ley y el derecho internacional. En el mundo de Putin, la única ley es la ley de la selva. La única regla es que el pez grande se come al chico.
El canal de Panamá fue conquistado de la selva y de los mares, no solamente como una obra de ingeniería civil, sino como construcción de ingeniería moral.
Sobre la santidad de los tratados y la buena voluntad de las naciones comerciantes descansan la soberanía de Panamá y la integridad de su canal. Esto ha facilitado que Panamá, sin ejército y sin marina desde la caída de Manuel Noriega, en 1989, opere el canal en paz, en beneficio de todos, y con competencia y destreza reconocidas globalmente.
No nos dejemos engañar por sutilezas de tratados de neutralidad. Un tratado que garantiza el libre tránsito de Rusia por el Istmo y las Américas, al mismo tiempo que Putin libra su infame y cruel guerra para borrar una nación soberana del mapa, es un tratado que profana el orden internacional que hace que las obligaciones de tales acuerdos sean sagradas.
Panamá no puede ser neutral ni indiferente a la guerra de Putin contra Ucrania. Debe unirse al mundo de libertad y orden, e imponer sanciones a Rusia. Debe incluir no solamente los buques rusos, sino también los cargamentos para que Rusia no pretenda evadir las medidas escondiendo sus buques bajo banderas falsas, o usando el sistema de registros de conveniencia, ni ocultarse detrás de compañías offshore. Panamá desempeña un papel central en todo este sistema, y con él vienen responsabilidades.
Panamá debe dejar de lado la neutralidad por la misma razón que lo hicieron los suizos. El razonamiento para cerrar el acceso a Rusia a las vías estratégicas vitales del mundo es el mismo que informó la decisión pragmática de Turquía de negar los estrechos del Bósforo a las naves de guerra rusas.
El canal de Panamá ha sido esencial para la prosperidad de China y su resurgimiento como nación comerciante y potencia mundial, milagro económico que ha levantado a cientos de millones de seres humanos de la miseria.
Ese logro depende del comercio y la paz, es decir, de un mundo imaginado y posible, ordenado por reglas, cuya piedra angular es que las fronteras nacionales no se cambian a la fuerza. Cerrar el canal a Rusia le daría a Xi una advertencia inequívoca de que cuanto más se arrima al caos de Putin, mayor riesgo corren esos logros.
Al mismo tiempo, si China sigue su rumbo fijo hacia un destino de paz por comercio, siempre guiada por el norte de orden internacional basado en reglas, será una socia valorada, una viajera apreciada y amiga en el canal de Panamá, en ultramar y ojalá algún día hasta en destinos que hoy nuestros niños apenas pueden soñar.
Dejemos de pensar en el canal de Panamá como un “recurso estratégico” o “punto de control”. Ese es el mapamundi de Putin. Veámoslo como lo que realmente es: un triunfo civil y moral sobre el estado de la naturaleza de terror, soledad, brutalidad y pobreza que describió Hobbes; un monumento eterno a la ingenuidad, ambición y espíritu emprendedor de una generación sin igual de los Estados Unidos, visible desde el espacio, quizás hasta desde las estrellas, y, sobre todo, como el generoso obsequio de Panamá al mundo.
Cada vez que giran los colosales engranajes para abrir las esclusas incansables y poderosas, y liberan el torrente portando toda la riquezas del mundo a todos los mares que nos unen en nuestro pequeño planeta azul, es un homenaje al espíritu de empresa, cooperación y entendimiento, y al sueño de un mundo unido por el comercio, la prosperidad y la paz.
Vale la pena defenderlo. Significa que debemos cerrar el canal de Panamá a Putin y a todo el que sea tan temerario como para seguirlo.
Roger Pardo Maurer es de origen costarricense y fue subsecretario de defensa adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental (2001-2006) de EE. UU.