
Desde el día de la elección del sucesor de Juan Pablo II, el 19 de abril del 2005, fue inevitable que al nuevo papa se le comparara con él, y con ese improcedente e injusto ejercicio, el carisma y el largo papado de Karol Wojtyla inclinó la balanza de las simpatías a su favor.
El cardenal Joseph Ratzinger, al aceptar sus nuevas responsabilidades como cabeza de la Iglesia católica y de la Ciudad del Vaticano, reconoció la dimensión: “Después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un trabajador sencillo y humilde en la viña del Señor”.
Consciente de la sombra del Wojtyla —del cual fue cercano colaborador como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe—, Benedicto XVI comenzó su pontificado con fervor y determinación, y asumió sus responsabilidades como vicario de Cristo con la devoción y lealtad con que servía a la Iglesia desde su ordenación como sacerdote, en 1951.
Ya en el Concilio Vaticano II (1962-1965), fungiendo como asesor de un cardenal alemán, el joven sacerdote Ratzinger se perfiló como un eminente teólogo.
A lo largo de su vida sacerdotal, su profundo conocimiento de la doctrina cristiana se manifestó con contundencia en sus homilías y discursos, así como en sus sesenta libros y tres encíclicas, por lo que es considerado por los expertos uno de los más brillantes teólogos de la historia de la cristiandad.
En sus casi ocho años al frente de los asuntos de la Santa Sede, debió lidiar con grandes y serios problemas, como fueron los escándalos de pederastia y del Instituto para las Obras Religiosas, mejor conocido como el Banco Vaticano.
Las luchas de poder dentro la curia romana y la fuerte resistencia a su determinación de limpiar la Iglesia de sacerdotes pederastas y de banqueros corruptos fue un trago amargo para Benedicto XVI.
El llamado caso Vatileaks (filtración a la prensa de documentos privados por su mayordomo personal) y la expulsión, basada en acusaciones falsas, de la persona nombrada por él para sanear el Banco Vaticano y las finanzas de la Santa Sede fueron duros golpes que terminaron de socavar su ánimo.
En ese azaroso período, el siempre comedido diario oficial de la Santa Sede L’Osservatore Romano, al comentar la difícil situación que enfrentaba el Papa, expuso de manera inusitada que este era “un pastor rodeado de lobos”.
Todos esos problemas los encaró con valentía y transparencia, y ventiló ante la opinión pública asuntos que antes se ocultaban y abogó con fuerza por sancionar los actos inmorales y delictivos que ensucian y dañan la imagen de la Iglesia católica.
Su tajante condena a esas conductas son dignas de encomio por sinceras y necesarias para la reparación moral de las víctimas.
En su lucha contra la corrupción y la pederastia cabe destacar sus decisiones con respecto a Marcial Maciel y la congregación Legionarios de Cristo, fundada por ese depravado cura a quien en el 2006 le prohibió el ejercicio del sacerdocio.
En temas polémicos y controversiales como el aborto, el control de la natalidad y el matrimonio entre personas del mismo sexo, no hizo otra cosa que defender y ser consecuente con la doctrina y la tradición católicas, actitud que le valió desmesuradas e inmerecidas críticas. Con relación a estos asuntos, esté uno de acuerdo con ellos o no, es justo reconocer la congruencia y valentía de sus argumentaciones.
El ecumenismo fue otra de las prioridades del papado de Benedicto XVI, y los esfuerzos en este campo produjeron significativos avances que muy probablemente se cosecharán en el futuro.
Rompiendo una tradición secular de que el papa debía morir como papa, Benedicto XVI, de forma sorpresiva, anunció su renuncia al pontificado el 11 de febrero del 2013, lo que no sucedía desde el año 1294, con Celestino V.
Fue un gesto más de amor y lealtad hacia su Iglesia, ya que dejó el solio papal convencido de que era una decisión para el bien de la institución, como lo expresó en la última audiencia pública de su papado: “Amar a la Iglesia significa tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre en cuenta el bien de la Iglesia y no el personal”.
En esa oportunidad declaró también, con absoluta franqueza y honradez, que en su papado “hubo días de sol y ligera brisa, pero también otros en los que las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra, y Dios parecía dormido”.
Como el extraordinario creyente cristiano y el hombre profundamente espiritual que fue, eligió para sus últimos años una vida de clausura y oración.
Personalmente, guardo el recuerdo del papa Ratzinger como un ser humano afable y cálido, sencillo y algo tímido, muy diferente al estereotipo que alguna prensa contribuyó a crear, llevada quizás por la absurda actitud de compararlo con Wojtyla, sin considerar las diferencias lógicas de ambas personalidades.
El autor fue embajador en el Vaticano.