Escribo este artículo con sentimientos encontrados, que van desde la frustración hasta la esperanza. Hace ya más de ochenta años, inmersos en la cruenta guerra que asolaba al mundo, 25 Estados se reunieron en Washington y suscribieron la declaración en la que, por primera vez, se usó el término Naciones Unidas, y que tenía por propósito organizar a la sociedad internacional para funcionar adecuadamente y asegurara la paz y la cooperación.
Pero por sobre todo, que librara a las futuras generaciones de la guerra, que por segunda vez en ese siglo, amenazaba la existencia de la humanidad.
Fue sobre esos principios fundamentales que posteriormente se aprobó la Carta de San Francisco, que estableció la Organización de las Naciones Unidas para sustituir a la antigua y poco eficiente Sociedad de las Naciones, que, sin embargo, quedará en la historia como el primer intento de crear una organización universal para el mantenimiento de la paz.
Las Naciones Unidas, sin duda alguna, fueron, con el transcurso de los años, convirtiéndose en el centro internacional para el diálogo y la cooperación en campos tan diversos como la independencia de los pueblos y países coloniales, el desarrollo económico y social de los pueblos, la protección del medioambiente, la promoción y protección y de los derechos humanos, el avance científico y tecnológico, la lucha por la igualdad entre los seres humanos y el combate a todas las formas de discriminación, entre muchas otras.
La ONU alcanzó, en mayor o menor medida, éxitos indiscutibles que han señalado la ruta a la comunidad internacional y ayudado al bienestar de los pueblos.
No se puede ocultar, sin embargo, el gran fracaso que ha sido la realización de los propósitos de mantener la paz y la seguridad globales, así como evitar y sancionar el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, conforme al capítulo VI de la Carta.
Con frustración, vemos que en la actualidad hay conflictos armados en Gaza, Burkina Faso, Somalia, Yemen, Sudán, Nigeria, Siria y Ucrania, para citar solo algunos.
Es cierto que en el proceso de creación de la ONU, desde Dumbarton Oaks, pasando por las diversas conferencias bilaterales o multilaterales que la siguieron, y significativamente la Cumbre de Yalta, la seguridad internacional fue uno de los puntos críticos de las negociaciones, que solo vino a resolverse en dicha cumbre y en la posterior Conferencia de San Francisco, sobre la organización Internacional, con la creación del Consejo de Seguridad.
La Carta aseguró a las potencias vencedoras en la guerra el control de las decisiones del Consejo, único órgano capaz de tomar decisiones vinculantes para los Estados miembros, pero a su vez los entrampó en un sistema que dio a esos Estados el poder de impedir que cualquier reforma a la Carta entre en vigor si no cuenta con el consentimiento de los cinco Estados permanentes del Consejo (China, Estados Unidos, la Federación Rusa, Francia y el Reino Unido).
No importa que la Organización pasara de tener 51 miembros originales en 1945 a 193 hoy. No importa que las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial no sean las principales. Los intereses de esos cinco países tienen postrada la acción de la ONU, mientras el resto del mundo ve con impotencia cómo, frente a la barbarie de la guerra, se veta, por intereses políticos, económicos o estratégicos, toda acción tendente a la consecución de la paz.
Pero no todo está perdido. Es hora de alzar la voz y de que países como Costa Rica inicien un movimiento fuerte, que incentive a los demás miembros a trabajar, de manera urgente, en una reforma sustancial de la Carta, que ponga límites al privilegio del veto y posibilite a las mayorías, como en la Asamblea General, tomar acción en favor de la solución de los conflictos que amenazan a la humanidad con el uso de armas nucleares. Es una responsabilidad ética e histórica que conviene asumir.
Intentos de que la Asamblea General se ocupe de esos conflictos, cuando el Consejo de Seguridad no cumpla con sus obligaciones, como la resolución Unidos para la Paz, aprobada en 1950, dada la paralización por el ejercicio del veto durante la guerra de Corea, se han convertido, en la práctica, en un mero saludo a la bandera.
Convendría reactivar el grupo de los small five (Jordania, Liechtenstein, Singapur, Suiza y Costa Rica) ampliado y poner manos a la obra con decisión y urgencia para buscar una salida al estancamiento en el Consejo de Seguridad, que pone en peligro de extinción, aun a los mismos Estados que en este momento abusan de su poder.
En particular, se debe insistir en la idea propuesta por ese grupo de imponer límites al ejercicio del veto en los casos de genocidio, crímenes de guerra o de lesa humanidad y violaciones al derecho internacional humanitario.
Costa Rica ha demostrado que, a pesar de las trabas que imponen las grandes potencias, propuestas novedosas como la creación del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Universidad para la Paz o la Convención contra la Tortura y otras Penas Crueles, Inhumanas y Degradantes es posible materializarlas con esfuerzo, dedicación y alianzas estratégicas con Estados que aún creen que vale la pena luchar contra el flagelo de la guerra.
El autor es diplomático.