La renovación del permiso a las naves estadounidenses para ingresar a territorio marítimo nacional con el fin de combatir el narcotráfico en nada lesiona la soberanía costarricense. Estados Unidos pidió permiso y la aceptación de la Asamblea Legislativa es por tiempo determinado. En diciembre habrá oportunidad de revisarla. El permiso se otorga, además, con claridad de propósitos y el incumplimiento sería razón suficiente para darlo por cancelado.
Mucho se ha dicho del tamaño de la fuerza autorizada. La lista es larga y los números impresionantes, no en cuanto a la cantidad de buques, muy similar a los permitidos por el Congreso desde 1999, pero sí en el número de hombres y las dimensiones de los aparatos. Menos atención se ha prestado a las explicaciones del Gobierno sobre el uso parcial de esa fuerza en cada momento determinado. La idea no es estacionar la flotilla completa frente a nuestras costas, sino tener abierta la posibilidad de ingreso para cualquiera de sus partes.
Ningún crítico del permiso ofrece, hasta ahora, una relación convincente de los supuestos peligros. Algunos, afectos a la estridencia, hablan de una “invasión”, pero ni ellos mismos creen que Costa Rica esté bajo riesgo de una intervención armada estadounidense. Otros hablan del desarrollo de una estrategia militar secreta, pero la imaginación no les alcanza, siquiera, para especular sobre posibles objetivos. ¿Cuáles ventajas obtendría la armada estadounidense que no estén a su alcance desde alta mar o a partir de las bases establecidas en Colombia y varios puntos del Caribe?
Del otro lado de la discusión hay argumentos más concretos, sobre todo la evidente presencia del narcotráfico y su amenaza a las instituciones y forma de vida de los costarricenses. Hay una invasión, sí, pero no de las fuerzas norteamericanas. La incursión va por cuenta de los carteles de la droga, ayer colombianos y hoy también mexicanos. A diferencia de las fuerzas desplegadas por los Estados Unidos en nuestras aguas desde 1999, esa invasión ya cuesta bastante sangre y desazón.
También afecta a nuestras instituciones y responde a una estrategia bien concebida. Es producto de la ofensiva del Gobierno mexicano y consiste en una especie de repliegue táctico hacia tierras centroamericanas, menos hostiles al multimillonario negocio criminal. Guatemala se está llevando el grueso del impacto, pero los demás países del Istmo lo sufrimos con intensidad y nadie puede decir hasta dónde o hasta cuándo.
Costa Rica no posee lo medios idóneos para la defensa. Cuenta con una institucionalidad fuerte, una Policía comparativamente hábil y un vecindario, por ahora, más atractivo para los carteles. Pero también tiene una historia de vulnerabilidad y un presente lleno de riesgos palpables. Carece, además, de las fuerzas necesarias para vigilar su espacio marítimo y terrestre.
Nuestro país hace constantes peticiones de ayuda a los Estados Unidos y otras naciones para fortalecer la lucha contra el narcotráfico. Cuando el apoyo es insuficiente, protesta con toda justicia. La pregunta de hoy es cuánto estamos dispuestos a contribuir a cambio. Se nos pide permiso para utilizar nuestros cielos y mares. Negar esa ayuda es una decisión grave, que no debemos tomar sobre la base de sospechas atávicas o infundadas teorías de la conspiración. El narcotráfico es nuestro principal problema de seguridad nacional y ante nosotros está la pregunta de si aceptamos integrar una alianza para enfrentarlo.
Una vez que ha sido revisada la correlación de fuerzas entre nosotros y el verdadero enemigo, la negativa implica riesgos en extremo importantes.