Hay una guerra desatada contra las mujeres en las calles costarricenses. La vulgaridad las acecha en sus desplazamientos y se ven obligadas a soportar impertinencias de sujetos ajenos a toda noción de respeto. “Mi cuerpo no necesita tu opinión”, dice el contundente mensaje dibujado sobre el pecho de una joven sonriente, cuya imagen fue captada por los fotógrafos de La Nación durante una protesta en la avenida central.
Menos falta hace, todavía, la “opinión” expresada en términos desabridos, constitutivos de una feroz agresión. Los pretendidos piropos son manifestaciones de violencia perpetrada desde la posición de fuerza del agresor. Ninguno es aceptable, porque todos tenemos derecho a transitar por la vía pública sin perturbaciones, pero muchos son especialmente graves por su contenido ofensivo.
La violencia de las palabras con frecuencia desemboca en manifestaciones físicas, aproximaciones intrusivas y tocamientos. La figura del sujeto inclinado sobre el oído de una joven para dar rienda suelta a la indecencia es tan común como repugnante. También es demasiado frecuente la mano extendida sobre el cuerpo ajeno.
En demasiadas ocasiones, la violencia alcanza manifestaciones extremas. El caso de la mujer salvajemente golpeada en las proximidades del hospital Calderón Guardia cuando protestó por las expresiones vulgares de un desconocido es ejemplo suficiente. Las autoridades investigan si el aborto sufrido poco después por la mujer agredida guarda relación con la golpiza.
El problema es en parte cultural. El piropo es una larga tradición que debe cambiar. Si alguna vez consistió en gracejadas o cumplidos expresados con cierto grado de recato, hoy es una agresión injustificable. Si alguna vez se le toleró en el marco de las relaciones de género imperantes, hoy no tiene cabida, precisamente por los avances logrados en la paulatina nivelación de aquellas relaciones injustamente asimétricas.
Las tendencias culturales negativas deben combatirse en todos los niveles del sistema educativo. Escuelas y colegios forman la vanguardia del cambio y es preciso fortalecer los programas del Ministerio de Educación Pública dedicados a analizar con los estudiantes los problemas de género, especialmente la violencia.
Los hogares son también una importante trinchera, pero el realismo llama a reconocer que es iluso contar con todos ellos. Desafortunadamente, la formación obtenida en el seno familiar muchas veces conspira contra el comportamiento deseable. Gran número de niños crecen en hogares donde la agresión es pan de cada día y su tendencia a reproducir patrones de conducta machistas y agresivos es fácilmente explicable.
La capacidad de la educación para producir cambios es incuestionable, pero tarda y las mujeres tienen derecho a transitar por Costa Rica con tranquilidad, respetadas como todo ciudadano, sin temor alguno. No pueden hacerlo y ese es un problema de seguridad pública. La represión policial también contribuye a modificar conductas. No suena bien y con frecuencia se evita decirlo, pero las calles no pueden ser terreno franco de los agresores.
¡No más palabras, queremos leyes!, coreaba un grupo de manifestantes en la avenida central. Tienen razón, pero más importante que las leyes es la voluntad de aplicarlas. La certeza del castigo disuade más que el texto legal, no importa cuán severo. Es preciso formar también a la Fuerza Pública para que comprenda la importancia de combatir el piropo, aun cuando no se produzca la escalada hasta la agresión física. Una manifestante exclamó: “¡Quiero poder caminar sin miedo!”. A lo lejos, un hombre respondió: “¿Miedo de qué?”, como si no hubiera motivo. La razón del reclamo es evidente, pero también la resistencia a darle la importancia debida.