La Dirección de Inteligencia y Seguridad (DIS) funciona a su aire, sin supervisión alguna. La confesión la hizo el presidente de la República en unas declaraciones inusitadas y profundamente preocupantes a raíz de la gestión de visas planteada por el director de la entidad, Mariano Figueres, a favor de ocho sirios, supuestamente expertos en materia de terrorismo.
El presidente, Luis Guillermo Solís, ni siquiera fue informado de la gestión, y eso le parece absolutamente normal. “Por la naturaleza de su trabajo, la DIS requiere de niveles de discreción muy grandes. Él (Figueres) tiene en muchas ocasiones que acometer decisiones como estas, donde no necesariamente se informe al presidente”, declaró el mandatario.
Es difícil imaginar palabras similares en boca de los líderes de otras democracias y aun de las dictaduras, donde los organismos de inteligencia se confunden con el ejercicio del poder. Otros altos funcionarios del Gobierno tampoco supieron mayor cosa, salvo los tres ministerios integrados a la comisión especial de visas restringidas, que se conformaron con las escuetas razones brindadas por la DIS, sin averiguar mucho del asunto de fondo.
Del ministro de la Presidencia, en apariencia jerarca de la DIS, no hay noticia desde la publicación del caso de los sirios, curiosamente recomendados por los servicios secretos de una treintena de países amigos cuyos nombres también se desconocen. El silencio de don Sergio Alfaro y el amplísimo margen de discreción concedido por el presidente a la DIS, hacen pensar que él tampoco sabía.
Un espacio tan grande para la acción en secreto, sin compartir la información siquiera con el mandatario, crea una zona de riesgo inaceptable para la seguridad nacional y para las libertades públicas, ya vulneradas en el pasado por actuaciones de la agencia de seguridad. La aceptación del mandatario de esta extraña “normalidad” inquieta aún más en un país como el nuestro, donde la DIS siempre ha operado en un mar de áreas grises, sin supervisión del Poder Legislativo y tampoco del Judicial, como ocurre en otras naciones democráticas.
Frente a los cuestionables antecedentes de la DIS y su potencial para el abuso, Costa Rica solo parece contar con la garantía de la confianza depositada por el presidente en la figura del director de la agencia. “Estoy absolutamente confiado del trabajo que él ha hecho. Él tiene sus responsabilidades bien definidas. No se ha hecho nada que no sea adecuado para mantener a resguardo la seguridad nacional”, afirma el mandatario.
Las declaraciones invitan a preguntar cómo sabe el presidente que no se ha hecho nada inadecuado si él mismo pregona la libertad de la DIS para actuar con tanto sigilo, aun frente a la primera magistratura, y nadie más conoce las actividades de la agencia a cabalidad. Pero más allá de esa contradicción, el país no puede aceptar la confianza concedida por el mandatario como una garantía del correcto ejercicio de funciones tan delicadas. En cualquier caso, el presidente debe reconocer que con conocimiento o sin él, la responsabilidad final recae sobre su persona.
Una imprudencia de la DIS puede desmejorar las relaciones del país con naciones amigas, entorpecer la colaboración necesaria o agravar conflictos con gobiernos vecinos, como el de Nicaragua. También puede volcarse contra los costarricenses, sus derechos y libertades. La responsabilidad del presidente es absolutamente irrenunciable, pero el país merece la tranquilidad de saberlo involucrado en materias tan delicadas.
La DIS ha participado en seguimientos y vigilancia de costarricenses sin problemas con la ley, sus oficiales se han visto involucrados en serias irregularidades y las críticas han llovido desde las tiendas políticas afines al mandatario. Ahora sabemos que funciona por la libre, y es hora de exigir al Congreso una actitud consecuente con los valores democráticos.