El estado de excepción permite la suspensión “en caso de evidente necesidad pública” de todos o algunos de los derechos y garantías individuales consignados en los artículos 22, 23, 24, 26, 28, 29, 30 y 37 de la Constitución Política, durante 30 días, en todo o en parte del territorio nacional. Así lo establece el artículo 121, inciso 7, de la Carta Fundamental.
Se trata, en casi todos los casos, de derechos políticos cuyo ejercicio no guarda relación con la delincuencia común. La finalidad de la suspensión es salvaguardar el orden público o mantener la seguridad del Estado, no combatir la criminalidad común. Por eso, entre otras razones, extrañan las declaraciones del presidente, Rodrigo Chaves, a la prensa extranjera sobre su intención de hacer lo posible para no llegar al estado de excepción.
Afortunadamente, llegar a eso es impensable en la Costa Rica de nuestros días, pero si admitiéramos la posibilidad tendríamos que sopesar la eficacia de la medida frente a la ola de delincuencia que angustia a nuestra sociedad y decidir si las ventajas compensan los costos.
Los artículos 26, 28, 29 y 30 no tienen vela en el entierro de la delincuencia común. Son la libertad de reunión pacífica, la garantía de no ser perseguido por la manifestación de opiniones ni por acto alguno que no infrinja la ley, el derecho a comunicar pensamientos de palabra o por escrito, y publicarlos sin previa censura, y el libre acceso a los departamentos administrativos con propósitos de información sobre asuntos de interés público.
Tampoco tiene mucho sentido suspender la libertad de tránsito consagrada en el artículo 22. Todo costarricense puede trasladarse y permanecer en cualquier punto de la República o fuera de ella y volver cuando le convenga. ¿Cómo contribuiría el encierro colectivo, durante 30 días, a la lucha contra la delincuencia? Quizás, en algún caso, con la imposición de un toque de queda.
Un poco más próxima al objetivo de combatir la delincuencia, pero con altísimo costo para la ciudadanía y dudosa eficacia, está la suspensión del artículo 23 que declara inviolables el domicilio y todo otro recinto privados. La suspensión de esa garantía permitiría a la policía ingresar donde le plazca sin trámite previo ni autorización de un juez. Parecido es el caso del artículo 24, que garantiza el derecho a la intimidad, a la libertad y al secreto de las comunicaciones. La policía podría intervenir teléfonos, revisar correspondencia e invadir la privacidad de cualquier ciudadano sin supervisión judicial.
Ambas garantías ceden ante la probabilidad de comisión de un delito valorada por un juez. ¿Para qué suspenderlas de manera que cualquiera pueda ser víctima de espionaje e intrusión, con cualquier finalidad, si existen los medios para ejecutar la labor policial con garantías para los derechos de los ciudadanos y la corrección de los fines?
Por último, el artículo 37 permite la detención de una persona solo cuando haya un indicio comprobado de haber cometido delito y un mandato escrito de juez o autoridad encargada del orden público, excepto cuando se trate de reo prófugo o delincuente infraganti. También exige poner al detenido a disposición de juez competente en el término perentorio de 24 horas.
Suspendida esa garantía, la policía podría detener a cualquiera por cualquier motivo, pero, según el propio artículo 121, inciso 7, solo podría internarlos “en establecimientos no destinados a reos comunes o decretar su confinamiento en lugares habitados. Deberá también dar cuenta a la Asamblea en su próxima reunión de las medidas tomadas para salvar el orden público o mantener la seguridad del Estado”.
¿En cuáles establecimientos no destinados a reos comunes se internaría a los detenidos de la redada nacional? ¿Cuánto tiempo permanecerían presos sin cargos, a libre criterio de la policía? ¿Aceptaría el Congreso esas medidas como necesarias para “salvar el orden público o mantener la seguridad del Estado”?
Si lo hiciera, hay un problema adicional. La jurisdicción de la Sala Constitucional y los recursos de habeas corpus y amparo no sufren menoscabo con la suspensión de garantías. Si hubiera duda, el artículo 7, incisos 5 y 6 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos establecen el derecho de ser llevado con prontitud ante un juez y recurrir a un tribunal competente, “a fin de que este decida, sin demora, sobre la legalidad de su arresto o detención y ordene su libertad si el arresto o la detención fueran ilegales”.
Claro está, ninguna de esas medidas tendría mayor efecto en el plazo de un mes. La Asamblea Legislativa se vería obligada a renovar el estado de excepción una y otra vez, y privar a los ciudadanos de sus derechos por tiempo indefinido, mientras la extraña política de seguridad ciudadana logra sus objetivos, lo cual no está garantizado.
Diputados de diversas fracciones ya dijeron al mandatario que, si llegara a eso, no cuente con sus votos. Si quisiera hacerlo por su cuenta, debería esperar un receso del Congreso para decretar la suspensión de derechos y garantías de conformidad con el artículo 41, inciso 4, de la Constitución. No obstante, ese decreto equivaldría, ipso facto, a la convocatoria de la Asamblea a sesiones dentro de las 48 horas siguientes. “Si la Asamblea no confirmare la medida por dos tercios de votos de la totalidad de sus miembros, se tendrán por restablecidas las garantías”, reza el artículo.
En síntesis, hablar del estado de excepción entre los medios posibles para combatir la delincuencia común es un absurdo. Hacerlo en entrevista con un medio de prensa internacional proyecta una impresión equivocada, tanto de las dimensiones del problema de seguridad ciudadana como de la fortaleza de nuestro régimen democrático.
Es preciso decirlo con claridad: en Costa Rica el presidente no suspende las garantías constitucionales, la Asamblea Legislativa tampoco tiene intención de hacerlo y los jueces están presentes para impedir abusos. La seguridad ciudadana está urgida de soluciones, pero eso no pasa por la muerte de los derechos civiles y políticos.