En términos relativos, Costa Rica muestra notables avances en materia de equidad de género, a juzgar por un reciente informe del Foro Económico Mundial. Comparada con América Latina y aun con el resto del mundo, nuestra nación sale bien librada. No hay, sin embargo, motivos para celebrar. El panorama global es lamentable y nuestra ubicación en los primeros lugares de la lista es consuelo de tontos. Por el contrario, algunos índices favorables más bien nos condenan.
Poco importa la ventaja de las mujeres en formación universitaria. Por cada hombre, hay 1,26 mujeres con título, pero eso apenas se refleja en la participación real en la distribución de los ingresos. La encomiable estadística educativa solo comprueba que el esfuerzo de la mujer costarricense no se ve recompensado.
A largo plazo, si las soluciones deseables no alteran favorablemente el curso de los acontecimientos, los logros femeninos en el campo de la educación terminarán por vencer la desigualdad, pero solo se vive una vez y habrán pasado las generaciones actuales, y quizá alguna futura, sin disfrutar lo que en justicia les pertenece.
La promesa implícita en la creciente participación de la mujer en política tampoco debe aplacar la impaciencia. Por cada hombre, hay 0,44 mujeres en la función pública. Ocupamos el decimoprimer puesto de países con más mujeres en el Parlamento y el decimosegundo en cuanto a participación femenina en el Gabinete, y eso sin insistir en la Presidencia del Ejecutivo, ganada en febrero por doña Laura Chinchilla.
La participación femenina en la política y el Estado responde a programas y leyes diseñados para ese fin. Es un área donde el país pone el énfasis desde hace un cuarto de siglo, pero no se corresponde con la realidad cotidiana del grueso de la población femenina. Juzgar a partir del papel cada vez más destacado de la mujer en la política es tornar invisible a la gran mayoría de trabajadoras.
En general, la brecha de género nos ubica en el vigésimo octavo lugar en el mundo y la clasificación que más nos debe importar, la remuneración obtenida por el mismo trabajo, nos coloca en el puesto 72. Esa es la cifra más importante porque, expresada de otra manera, significa que las mujeres ganan el 66% del ingreso pagado a un hombre por desempeñar la misma tarea, con igual o mayor excelencia. Este es, finalmente, el dato que nos debe ocupar y también el motivo para no celebrar el carácter relativamente favorable de las clasificaciones obtenidas.
El primer puesto en Centroamérica, el tercero en Latinoamérica y el Caribe, o el vigésimo octavo en el mundo significan muy poco frente a condiciones tan injustas. Nadie en su sano juicio defiende semejante desigualdad, pero persiste. Por eso, en esta como en otras materias debemos medirnos frente a nosotros mismos y nuestro sentido de la equidad y la justicia.
Si no, midámonos contra los mejores, contra los países escandinavos, porque sus logros en esta materia deben ser la meta. Islandia, Noruega, Finlandia y Suecia son dueños de los primeros cuatro lugares y demuestran que un país puede hacerse rico si aprovecha las potencialidades de toda su población y no solo de la mitad.
No se trata de menospreciar los avances obtenidos, sino de justipreciar el faltante y diseñar las políticas apropiadas para cerrar la brecha. La tarea es urgente porque confiar en el efecto benéfico, a largo plazo, de la participación de la mujer en la política o su avidez por el aprendizaje implica traicionar las justas aspiraciones de las mujeres de hoy, todas madres, hijas, hermanas o esposas de hombres que disfrutan, en la sociedad actual, de una injustificable ventaja.