Por Platón sabemos que en la antigua Grecia el aborto y el abandono de la infancia eran un derecho masculino para regular la legitimidad del parentesco, la natalidad, con un objetivo eugenésico, por incapacidad económica o simplemente por el desinterés de hacerse cargo de más dependientes.
Aristóteles también registró estas prácticas griegas y racionalizó que el recurso a ellas dependía de las costumbres de los pueblos y no de su naturaleza moral o inmoral.
El académico dominicano José Garrido recuenta que Hipócrates (460-377 a. n. e.), considerado el fundador de la medicina occidental, conocía fórmulas abortivas, aunque advertía de los riesgos de su uso, y que otro médico antiguo, Sorano de Éfeso (siglo II d. n. e.), descubrió el efecto abortivo de la ruda (Rutaceae) o hisopo (Hyssopus).
Otra práctica de la antigua comunidad patriarcal era la castración de las mujeres, no solo con el fin de controlar la natalidad, sino con objetivos eugenésicos y para destinar a cierto grupo de ellas a la prostitución. Así lo recuerda, en la Gaceta Médica de Costa Rica, el médico T. M. Calnek (1987), en un documento académico intitulado “Ovariotomía”, el cual leyó en la Facultad de Medicina, en San José, el 15 de noviembre de 1897.
Era cristiana
Con la institucionalización del cristianismo por Constantino —primer emperador romano cristiano—, comenzó a producirse un cambio que restringiría el derecho de patria potestad patriarcal —derecho privado sobre la familia— e incrementaría el control público de este por la Iglesia católica. En ese marco, el aborto, el infanticidio, el abandono y la exposición de la infancia serían objeto de censura social.
La discusión sobre el aborto se centraba en dos temas: su carácter de pecado cuando se recurría a él para esconder una relación sexual ilícita y sobre el momento cuando el feto se convertía en un ser humano.
Tanto Aristóteles como Agustín plantearon que la hominización ocurría a los 40 días para los hombres y a los 80 días para las mujeres. El criterio para permitir un aborto fue que este se hiciera antes de los primeros movimientos fetales —el principio del foetus animatus—.
La historiadora española Henar Gallego (2006) encontró que en España, entre los siglos V y VI d. n. e., bajo la autoridad eclesial cristiana, las mujeres perdieron el derecho de pedir el divorcio, que sí les era garantizado por el derecho romano clásico.
Además, la violación, el adulterio, el infanticidio y el aborto pasaron a ser considerados como delitos muy graves, sobre todo, de cometerse contra una mujer casada o de ser mujeres sus protagonistas.
Los concilios eclesiásticos realizados en el siglo VI en Lérida, Braga y Toledo endurecieron las penas por el aborto, que pasaron de castigos con azotes a la condena a muerte de esas mujeres. Sin embargo, la ley presuponía que la mayor parte de los abortos eran practicados por mujeres; de ahí que esta legislación estaba pensada principalmente para ellas —con el fin de limitar su autonomía o libertad de acción—.
Gallego también recuerda que históricamente la posición papal sobre el aborto fue pragmática, de vaivenes derivados de la necesidad de atender contextos sociales específicos.
En 1588, durante el papado de Sixto V, con el fin de frenar la prostitución en Roma, el aborto y la anticoncepción se declararon “pecados mortales” y, por practicarlos, se endurecieron los castigos con la excomunión o la muerte en la hoguera.
Pero en el siguiente papado, el de Gregorio XIV, se restableció el principio del foetus animatus o de la hominización tardía. Y casi tres siglos después, en 1869, Pío IX proclamó nuevamente la hominización inmediata a la concepción.
Sin salida
El primer catecismo cristiano, emitido por el Concilio de Trento (1545), estableció el mandato de la maternidad obligatoria, suicida o autosacrificial para las mujeres, al prohibir toda forma de anticoncepción o de aborto.
Ese catecismo permitió los matrimonios contraídos por “el joven antes de los catorce años, y la doncella antes de los doce”. Además, que los padres de las niñas pudieran interpretar su silencio como consentimiento.
La historiadora española Marta Madero explica, sin embargo, que originalmente el matrimonio católico no exigía que se realizara el coito, sino solo el servilismo de la esposa hacia el marido. Ambrosio (340-397 d. n. e.), uno de los “padres de la Iglesia”, opinaba que “no es la desfloración de la virginidad lo que hace el matrimonio, sino el pacto conyugal” (De institutione virginum). Esto también es sostenido por Agustín en La bondad del matrimonio.
Siglos después, el Concilio de Trento continuó manteniendo esta posición: “Para que se dé matrimonio legítimo, además del consentimiento espresado (sic) del modo que se ha dicho, no es necesario trato carnal. Porque claramente consta que los primeros padres fueron unidos con matrimonio verdadero antes del pecado, y en ese tiempo no hubo entre ellos comercio carnal alguno, como los padres lo afirman. Y por esto dijeron los santos padres que no consistía el matrimonio en el uso, sino en el consentimiento; y lo leemos repetido por san Ambrosio en el libro que escribió de las Vírgenes”.
Madero agrega que fue un decreto del papa León I (440- 461) dirigido a Rusticus de Narbona “manipulado por Hirmar de Reims en el siglo IX, junto con un falso pasaje de Agustín, el que permitió enunciar la necesidad absoluta de unión carnal en la formación del lazo matrimonial (...). La aptitud de ambos cónyuges para realizar el acto carnal se transforma así en la condición de la unión matrimonial, exigencia que se apoya en un texto manipulado y en otro apócrifo”.
Y así lo reiteraron posteriormente tanto la encíclica papal Arcanum divinae sapientiae, sobre la familia, emitida por León XIII en 1880, como la Casti connubii, sobre el matrimonio cristiano, publicada por Pío XI, en 1930.
Esta última aborda de forma directa el carácter potencialmente mortal de la maternidad y afirma que será Dios quien “pague” a las mujeres por el sacrificio de sus vidas: “La Iglesia, Madre piadosa, entiende muy bien y se da cuenta perfecta de cuanto suele aducirse sobre la salud y peligro de la vida de la madre. ¿Y quién ponderará estas cosas sin compadecerse? ¿Quién no se admirará extraordinariamente al contemplar a una madre entregándose a una muerte casi segura, con fortaleza heroica, para conservar la vida del fruto de sus entrañas? Solamente uno, Dios, inmensamente rico y misericordioso, pagará sus sufrimientos, soportados para cumplir, como es debido, el oficio de la naturaleza y le dará, ciertamente, medida no sólo colmada, sino superabundante” (Pío XI, 1930).
Este 8 de marzo, defender el derecho de las mujeres al aborto terapéutico es defender nuestro derecho a no ser matadas en el siglo XXI por efecto de antiguos deseos masculinos de control: de algunos que ya están gobernando y de otros que quisiera estarlo.
La autora es doctora en Estudios Sociales y Culturales, socióloga y comunicadora. Twitter @MafloEs.
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Este 8 de marzo, defender el derecho de las mujeres al aborto terapéutico es defender nuestro derecho a no ser matadas en el siglo XXI por efecto de antiguos deseos masculinos de control. (Shutterstock)