Presumo que Sullivan consideró cuatro elementos: 1) La normalización de relaciones entre Israel y cuatro países árabes (Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos y Sudán) en el 2020; 2) los avances hacia un arreglo aún más relevante con Arabia Saudita, parte de un acuerdo integral con Estados Unidos; 3) la relativa calma, mediante cerco y control, en la Franja de Gaza y Cisjordania; 4) la sensación de que el conflicto con los palestinos había dejado de ser una variable central en la zona. La carnicería de Hamás puso en evidencia que solo es tangible el primero de estos elementos.
En su lúcida obra Estrategia: una historia (2013), el profesor Lawrence Freedman señala que en las “guerras de cuarta generación”, usualmente asimétricas y difusas, “los dominios morales y cognitivos” adquieren centralidad y, por ende, “cualquier acción militar debe ser considerada como una forma de comunicación”.
Más allá de su faceta militar, tan eficaz como abyecta, el ataque de Hamás ha tenido éxito en comunicar que el conflicto palestino es insoslayable, además de explosivo, y que cualquier arreglo integral en la zona deberá tomarlo en cuenta. A la vez, reafirmó el carácter terrorista de la organización y generó una justificada oleada de solidaridad mundial con Israel y su derecho y deber de defensa. Sin embargo, estos dos últimos mensajes, favorables a las víctimas, se podrán revertir si no hay una adecuada modulación de la reacción israelí.
“Las democracias nos distinguimos de los terroristas porque aspiramos a estándares diferentes”, dijo ayer en Tel Aviv Antony Blinken, secretario de Estado estadounidense. “Por esto es tan importante —agregó— tomar toda precaución posible para evitar daño a los civiles”. Israel deberá actuar en consecuencia. Cómo lo haga tendrá no solo enormes consecuencias humanas y morales, sino también políticas y estratégicas.
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El autor es periodista y analista.