Cuando esta columna vea la luz, supongo que el proceso electoral en los Estados Unidos estará terminando con una declaración concluyente del Colegio Electoral.
De esta manera, lo más agudo de la insólita agresión de que ese proceso ha sido objeto para deslegitimar su resultado, desde antes del comienzo, posiblemente también habrá pasado. Quedará, eso sí, un sustrato permanente e irreductible de acritud, decepción y amargura que seguro traerá consecuencias deplorables en el futuro inmediato, y que puede tener ecos perversos en otras latitudes.
Tal parece que las aspiraciones frustradas y los temores acumulados a lo largo de los años y los mal disimulados prejuicios de la textura social han cristalizado en una división rotunda del electorado cercana a la paridad, por eso mismo más peligrosa; una brecha sabia y eficazmente aprovechada por un liderazgo de circunstancias que de pronto caló en el imaginario público y se agigantó hasta extremos inesperados gracias a su innegable soltura, su desparpajo y prepotencia, su agobiante narcisismo, su ubicuidad mediática, su insensibilidad democrática, la estrechez de su reducto histórico y su cotidiano cinismo.
La deslegitimación del resultado de las elecciones, munida de un nada desdeñable apoyo según las encuestas, apunta ahora a alentar la creencia de que el 20 de enero un usurpador accederá a la Casa Blanca, alguien que se apoderará de lo que legítimamente pertenece a otro: ni más ni menos que un suplantador.
De ahí en adelante, las condiciones estarán dadas para abrir un nuevo frente, el de la desacreditación. Durante los próximos años, es de esperarse que una oposición endurecida de congresistas de corto plazo se ensañará en restar oportunidad y viabilidad a los emprendimientos de la nueva administración, con el fin de marchitar su credibilidad, conservar escaños e intentar a la vuelta del cuatrienio un segundo advenimiento.
En nuestro propio patio, el sistema de frenos y contrapesos, ideado para limitar los desvaríos del poder y proteger las libertades públicas, mas no para impedir o socavar su ejercicio razonable y legítimo, puede, según las circunstancias, transmutarse también en un perverso mecanismo de disenso, obstrucción y parálisis que lleve el país al cadalso.
Visto el ejemplo foráneo, no está de más poner las barbas en remojo.
El autor es exmagistrado.