He leído que hasta el siglo XIX la presión social y judicial para profesar la religión era, como sacramentalmente se dice en derecho, evidente y manifiesta. Abandonar las creencias religiosas del entorno era un paso que merecía repudio y castigo.
Hacerlo equivalía a algo así como a salir del clóset, en los términos que esta expresión tiene en materia sexual, y he de presumir que con parecidas consecuencias infamantes.
Para saberlo con seguridad, habría que invocar el juicio de los historiadores o los antropólogos. La pregunta que me hago es cuánto ha cambiado la cosa en nuestros días, y la respuesta que me doy, basado en la experiencia, es que, más allá del discurso y las buenas maneras, son abundantes los reductos de intolerancia que perviven.
En el trato habitual, se presume con naturalidad que todos profesamos creencias religiosas de alguna clase, y esta definición tiene efectos reales: quien no las tiene opta por comportarse como si las tuviera, a fin de ahorrarse explicaciones o algo peor.
Esto siempre me ha parecido una sutil modalidad discriminatoria. En general, un agnóstico o un ateo no tratan a los demás a partir de la premisa de que ellos también lo son.
Admitir socialmente esta condición requiere todavía de una cierta dosis de coraje. Se atribuye a Bertrand Russell haber dicho que la inmensa mayoría de los hombres eminentes intelectualmente no creen en la religión cristiana, pero ocultan este hecho en público, quizá porque temen perder sus ingresos.
Me temo que podría decirse otro tanto de muchos políticos, aunque no sean intelectualmente eminentes, por temor a perder sus adeptos.
Está cercano el bicentenario del Pacto de Concordia, nuestro primer instrumento constitucional. Contenía una profecía que se ha cumplido a medias: la religión de la provincia, decía, «es y será siempre la católica, apostólica y romana, como única verdadera, con exclusión de cualquier otra».
El Pacto se basaba en la presunción de una comunidad homogénea de creyentes en esa fe verdadera, y establecía reglas profilácticas para impedir que tal cosa se desnaturalizara.
Nuestro pacto social, ¿a qué punto ha llegado en el camino del reconocimiento de la libertad de creencias y su consecuencia política, el laicismo?
El autor es exmagistrado.