Con un día de diferencia, la segunda potencia económica y país más poblado del mundo (China) y la segunda potencia militar y país más extenso (Rusia) orquestaron sendos actos que revelan, de manera inequívoca, su aberrante naturaleza política. En el caso de China, un totalitarismo vestido de marxismo y neomaoísmo, alimentado por el nacionalismo, proyectado por el personalismo y sustentado por el capitalismo de Estado; en el de Rusia, una decadente autocracia cleptócrata, nostálgica de dudosas grandezas pasadas, protegida por fuerzas de seguridad siempre presentes y amarrada en su cúpula por un turbio macho alfa anhelante de fenecidos imperios: zarismo del siglo XXI.
El martes, el todopoderoso presidente Xi Jinping promulgó una ley hasta entonces desconocida en sus detalles, que despoja a Hong Kong de esenciales cuotas de autonomía, reduce sus derechos civiles, impone delitos políticos que generarán prisión perpetua, resta poder a los tribunales locales y transfiere amplias funciones de control al aparato represivo manejado por Pekín. Es el fin de la promesa “un país, dos sistemas”, que enmarcó el traspaso de ese antiguo enclave británico a China el 1.° de julio de 1997.
El miércoles, Rusia concluyó, con una “consulta ciudadana”, el gran teatro destinado a maquillar el cambio constitucional que le permitirá a Vladimir Putin continuar en la presidencia por 16 años más. La votación era accesoria: ya la Constitución reformada había sido publicada y distribuida tras su aprobación parlamentaria. Ahora se trataba de un sí garantizado por el control mediático, las presiones y las manipulaciones. Por esto, no sorprende su 78 % de apoyo tras escrutar el 61 % de los votos emitidos en un ejercicio que se prolongará varios días más.
A Xi no le han importado ni la oposición de los ciudadanos de Hong Kong, ni su declive como centro financiero, ni la censura internacional, ni las sanciones a que se expondrán varios funcionarios. Puede darse ese lujo. Putin, en un país más débil, complejo y diverso, decidió guardar más las formas. Pero el referente es similar: el afrodisíaco del poder centralizado como motor de personajes y estructurador de sistemas. Nada nuevo, pero siempre censurable y particularmente inquietante, por los países donde ocurre.
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