Dicen que los días de finales y de comienzos de año son propicios para sacar cuentas y hacer propósitos. Desde que tengo memoria, a mí no se me da bien ni una cosa ni la otra.
Soy escéptico acerca de lo que está por venir, menos en lo que individualmente me concierne que en lo que atañe a la colectividad.
Así, por ejemplo, oyendo hasta el final algo del airado discurso que de un tiempo a esta parte emplean a veces para afrontar las vicisitudes públicas, me siento desubicado: nuestro nada despreciable y proverbial talento para la negociación como medio de reparación y superación, ¿conviene cambiarlo por un instrumental político hasta ahora exótico, que en otros lugares se ha demostrado apto para desmantelar más que para desmontar y reconstruir?
Otro ejemplo, me parece a mí, es la irreflexiva e ilusa práctica de hacer de la gestión pública una carrera de inacabables e insalvables obstáculos ingenuamente concebidos en el apuro por librarnos de males mayores, que realmente existen pero que no se conjuran y hasta se convocan mediante soluciones normativas inflexibles, irrazonables o desproporcionadas.
¿Cómo hacer para que se advierta que al fin y al cabo el frío no está en las cobijas, que a veces es peor el remedio que la enfermedad; en síntesis, que el ordenamiento jurídico no es un demiurgo capaz de resolverlo o prevenirlo todo, sino un limitado instrumento de configuración social, que el exceso y severidad de lo que dispone o del sentido que se le atribuye no cumplen invariablemente una finalidad valiosa?
Si miramos desde la Constitución, ¿cómo lograr que el año que comienza y los que le siguen, el Estado organice y estimule sabiamente la producción y el más adecuado reparto de la riqueza, a fin de procurar el mayor bienestar a todos los habitantes del país en un marco pacífico de razonable transparencia?
Si en lo personal saco cuentas, el año que terminó es de los reincidentes, cada vez más comunes, que son los que vienen con penas y quebrantos. Pero no abjuro de ellos; acumulo experiencias. Recordaré, enigmáticamente, la anécdota que narra un prologuista de Clarice Lispector, la escritora brasileña. A ella no le gustaba que la compararan con Virginia Woolf, porque la autora inglesa, que se suicidó, había desistido: “El terrible deber es ir hasta el final”.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.