La diferencia entre dos autores que estoy leyendo es que uno se disculpa anticipadamente por sus palabras soeces, su sarcasmo morboso y su intransigencia. El otro, no.
A partir de este dato, es fácil adivinar a quiénes me refiero. Otro indicio: el primero se excusa por el desenlace de sus relatos; dice insistentemente que lo siente, lo siente y lo siente.
Me he fijado porque me recuerda la cantilena litúrgica que los niños de otro tiempo recitábamos cada vez que había un temblor o un terremoto: por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa. Nos habían enseñado que la causa de esos fenómenos era la naturaleza de nuestros precoces pecados, ya me entienden. Así que podíamos inducirlos o evitarlos.
Supongo que a los niños de ahora no se les enseña lo mismo, de manera que se estarían extinguiendo el pecado, la culpa y, de paso, el misterio de los temblores y los terremotos que conocimos entonces.
Podría servir de alivio a las generaciones que retoñan, a las que producen conmiseración por el futuro que les espera, como si nuestra propia infancia hubiera sido más prometedora. ¿Será que a veces uno no valora la suerte a tiempo?
Me doy cuenta de que este preámbulo es divagatorio, y tiene poco o nada que ver con lo que sigue.
A pesar de la diferente forma que emplean para tratarlo, lo que tienen en común los autores del cuento es que se refieren al mismo asunto: la desdicha. Pero la lectura de ambos, que hace unas pocas semanas me hubiera provocado emociones profundas, se ha tornado ordinaria y casi trivial por obra de los acontecimientos bélicos actuales; la intensidad de la desdicha literaria, relativamente comprensible, de pronto es peccata minuta.
Sin embargo, la desdicha que vemos en estos días parece que no nos compromete, y podemos hacer como si no pasara porque le está ocurriendo a una humanidad lejana y extraña.
En defensa de nuestra indiferencia presumimos que no es una experiencia compartida, que quien no ha vivido esa dimensión de la desdicha es inútil que intente entenderla.
De ahí que la foto del niño malherido que se protege aterrorizado tras su padre o la del que yace muerto en mitad de la calle, por mi culpa, por mi gravísima culpa, no me causan la indignación que debieran.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.