Ya habrán cerrado las urnas y se habrá perfilado el resultado final. En las semanas y meses próximos, se materializará en decisiones y actos concretos el producto de este acontecimiento predecible y ritual que se remonta, imperturbable, a casi siete décadas, y que para generaciones y generaciones es casi un rasgo de la identidad que compartimos, de nuestra idiosincrasia o nuestra normalidad.
En buena hora que así sea, y, además, ojalá nada lo subvierta. Si llegara a ocurrir que se ponga en entredicho, sin otra causa que la frustración de la derrota que casi todos hemos probado alguna vez, no se haría bien a los deberes de la ciudadanía. Pero hay que estar, a este respecto, ojo avizor: el pernicioso ejemplo de los desmanes trumperianos de los que hemos sido testigos es contagioso.
Dicho esto, confieso que el proceso ya me parecía demasiado largo y fastidioso, al punto que acabé por echar de menos las festivas plazas públicas del pasado, igualmente insustanciales pero más cálidas que los modernos debates: aquellas subrayaban la alegría de la participación colectiva, a diferencia de estos, distantes y glaciales.
Heredamos del recién fenecido proceso pendencias relativas al financiamiento privado de los partidos, que pueden llegar a tener repercusiones penales. Posiblemente, esto afectará las vidas de personas y haciendas, pero además será un lastre para las relaciones políticas, inquietándolas y condicionándolas.
En este contexto, me interesa la suerte de la pretendida reforma de la norma constitucional que obliga a los partidos a comprobar sus gastos ante el TSE y los eventuales alcances despenalizadores que esta enmienda pudiera alentar. El proyecto, iniciado en la actual legislación, tendría que ser conocido en la siguiente, y esto puede ser circunstancia propicia para perpetuar la controversia política.
El proceso electoral es un cajón de sastre en el que caben los acontecimientos más peregrinos. Valga un ejemplo: en medio de la contienda, la Asamblea ha decidido que el último jueves de noviembre de cada año se declara Día de Acción de Gracias. El texto de lo dispuesto me enternece por su candidez o me seduce por su malicia: la declaración tiene como objetivo, entre otros, la atracción de turistas en cuyos países esta celebración es tradición centenaria. El mandato, ¿es pieza de mercadeo, objeto de trueque político, o deseo de trasplantar una tradición extraña a nuestro suelo?
carguedasr@dpilegal.com
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPIlegal.