Más de un año de tener los movimientos limitados me han hecho caminar despacio y observar con detenimiento todo lo que pasa por mis sentidos en espacios reducidos.
Detallo la experiencia al máximo, y en una sola cuadra, que generalmente consta de cien metros más o menos, veo cómo suele pasar cualquier cosa. ¿Cuántos pasos serán una cuadra? Don Google dice que son 150 pasos. Y como estos se caminan con el cuerpo y la mente, la experiencia es múltiple.
Los pies nos empujan, midiendo de manera inconsciente la senda, o bien, vamos sumando los pasos en voz baja, si somos un poco neuras, siempre comandados por el cerebro y las terminales nerviosas que nos recuerdan el tejido de la red que sujeta las velas de un barco.
Navegamos, sin darnos cuenta, con la piel, la vista, el olfato, el oído y el gusto, el verdadero grupo de superhéroes que escanean la realidad y nos defienden de las informaciones falsas y las mentiras.
Volver a la famosa prueba de santo Tomás como una guía para no perder la orilla de la realidad es una herramienta cada día más valiosa y que nos puede devolver la confianza en el vecino.
Prestar oído, poner atención, tocar la materia, sentir el frío o el abismo, todo antes de decir una opinión o antes de realizar una acción es lo más indicado.
Mar y barco. Navegamos con la mente y con el cuerpo más allá de la punta del mástil o más acá de los hilos de la cuerda que ata los botes salvavidas. Somos mar y barco y nos retroalimentamos de ambas experiencias en el viaje. Lo que está alrededor y lo que llevamos dentro nos configura.
Caminar una cuadra parece poco, y como ejercicio puede que no dure más de diez minutos, pero, conforme avanzamos, la realidad se despliega en diversidad de tiempos, como un abanico.
Mientras la paloma se acerca caminado en la acera y picotea en el borde del caño una borona de alguna perdida papa frita, y le da la vuelta a su sombra antes de saltar, menuda, a la calle, un avión pasa rasgando el cielo y yo veo la escena y agradezco al viento que refresca la tarde y que me hace levantar la vista y ver los árboles del parque con la misma simpatía con que los veía a la salida del colegio hace ya muchos años.
Sigo el camino en la cuadra y me invade el olor a pollo frito del otro lado de la calle. Vuelvo a ver y dos bombillos alumbran la vitrina llena de bolsitas con tortillas fritas y porciones de pollo empanizado.
Dos grandes huecos en medio de la acera me hacen saltar hacia el otro lado, hacia la vitrina de la pequeña pasamanería donde el bosque de encajes, cintas de regalo, ovillos con hilos acrílicos, botones, aplicaciones y flores de papel mantequilla me jalan hasta lograr que entre y mire a gusto todo el espectáculo de colores y texturas, antes de pedirle a la encargada una aguja.
Ya nada vale tan poco, pienso, y salgo y guardo la aguja en mi cartera, acercándome a la venta contigua de empanadas, tres leches y costillas de guayaba. El olor de los pasteles recién hechos lo tengo controlado y sigo de frente hasta el banco que está por cerrar. Decido no unirme a la fila que ya dobla hacia la otra esquina.
Ahorro. ¿Cuánta comida no he comprado en un año, limitada como estoy en horarios y movimientos por la pandemia? Pienso en la ropa que no he repuesto en el armario, en la gasolina que he ahorrado y en lo saludable de la dieta que llevo ahora a base de tomates, lechugas, vainicas, elotes, ayotes, culantro y demás autocultivos que mantienen mis uñas en estado de dudoso acicalamiento.
Sigo la cuadra y me detengo ante la heladería. Qué delicia un cono de chocolate. Pasa un grupo de ciclistas con sus atuendos brillantes y sus músculos bien formados, y me abstengo del helado, porque la idea de la caminata no era esa.
Una línea de acontecimientos que mi mente va registrando se dirige al pasado cuando, en esa misma cuadra, había un almacén en el lugar donde está el supermercado. Tal cual lo imagino, lo vivo en mi mente y el camino de la cuadra es también el camino de la otra, la del pasado.
Una cuadra puede ser muchas cuadras para un mismo caminante. Y, así, la percepción de las cosas varia según la mente y el cuerpo que las perciba. Cuanto más educada y activa esté la percepción, más elementos observará y experimentará en la misma cuadra en la que otros perciben nada o muy poco. Unos advierten las palomas; otros, la fila del banco; varios, el pollo; y algunos, la suma de todo.
La suma de todo a veces es complicada para los especialistas en pollos o en filas, pero la prefiero a perderme las palomas y los árboles bajo el cielo rasgado. Con la suma de todo, aparecen esos superhéroes de los sentidos integrados, potenciándonos la conciencia y el estar en este mundo fuera de las pantallas y dentro de ellas.
Si es tiempo de superhéroes, yo me apunto a estos. Los que me hacen sentir el rocío de la mañana, la profundidad de un pozo, la lejanía del mar, el ruido de una motosierra, la música del viento, la dulzura de un sorbeto, el olor de la sopa, la fuerza de mi brazo jalando una cuerda o la punzada de una avispa.
La autora es escritora.