ESTOCOLMO– Los bielorrusos se lanzaron a las calles a protestar en cantidades sin precedentes y se niegan a dejarse intimidar por la violencia estatal.
Es obvio que el presidente, Alexandr Lukashenko, fue incapaz de concretar su intentona de robar otra elección y prolongar su permanencia en el poder. Todas las señales indican que sus días a la cabeza del país están llegando a su fin.
Muchos comentaristas comparan la situación bielorrusa con las revoluciones naranja y euromaidán de Ucrania en el 2004 y 2005, y 2014, respectivamente; pero Bielorrusia no es Ucrania y tampoco resulta especialmente útil aplicar el modelo Maidán a los hechos que tienen lugar en Minsk y otras ciudades y pueblos bielorrusos.
Aunque las cuestiones internas de la corrupción y la mala gestión indudablemente influyeron en los actos políticos posteriores a la Guerra Fría en Ucrania, el principal factor determinante fue el deseo de incorporar al país al redil europeo.
El Movimiento Maidán fue una respuesta directa al intento del por entonces presidente ucraniano Víktor Yanukóvich para abandonar la causa de la integración y la reforma europeas; los revolucionarios se movilizaron abiertamente bajo la bandera de la Unión Europea.
El levantamiento en Bielorrusia es diferente, los problemas internos claramente tienen un papel más destacado y las cuestiones sobre la orientación del país hacia Europa o Rusia están casi totalmente ausentes.
Agotamiento. Los bielorrusos simplemente se hartaron del reinado de 26 años de un hombre que cada vez está más alejado de la sociedad.
La bandera de la revolución es la bandera nacional bielorrusa blanca con una franja roja, que en la actualidad está prohibida y probablemente se convierta pronto en el estandarte oficial del país (como lo fue en 1918 y 1991-95). De hecho, no se vio ninguna otra bandera.
De todas formas, aunque cada revolución política debe forjar su propio camino, existen modelos que pueden ayudar a los observadores externos a entender qué podría deparar el futuro.
En el caso de Bielorrusia, yo no intentaría una analogía con Ucrania, sino con Armenia, en la primavera del 2018, cuando las manifestaciones masivas forzaron la renuncia de Serzh Sargsián, quien ocupó la presidencia durante muchos años, e inauguraron una nueva era democrática en el país.
Armenia también tuvo siempre una relación estrecha con Rusia, tanto por motivos históricos como estratégicos. En el 2013 el país se abstuvo de unirse a Georgia, Moldavia y Ucrania en su ingreso a un Acuerdo de Libre Comercio de Alcance Amplio y Profundo con la Unión Europea y optó por sumarse a la Unión Económica Euroasiática (UEE), liderada por Rusia.
Durante los acontecimientos del 2018 se temió, justificadamente, que Rusia intervendría de algún modo para impedir otra “revolución de colores” en una de las antiguas repúblicas soviéticas; sin embargo, debido a que la orientación geopolítica armenia no daba señales de cambio, parece que el Kremlin se autolimitó.
Elecciones supervisadas. En las circunstancias más favorables, la revolución armenia podría servir de modelo para Bielorrusia. La meta inmediata es que un gobierno de transición prepare el terreno para convocar una nueva elección presidencial con supervisión internacional.
Para garantizar un proceso fluido, la orientación exterior bielorrusa debe quedar fuera de toda discusión. Las elecciones y la lucha en términos más amplios deben centrarse solo en la democracia dentro del país, nada más.
Para crear las condiciones de un “modelo armenio”, la Unión Europea debe diseñar sus próximas sanciones cuidadosamente, centrándolas solo en las personas responsables e involucradas en la obvia falsificación de la elección y la posterior ofensiva violenta contra los manifestantes.
Toda acción que imponga costos a la sociedad y la economía bielorrusas en términos más amplios sería contraproducente.
Más aún, Europa y las potencias occidentales tendrán que aceptar que una nueva Bielorrusia democrática aún dependerá económicamente de Rusia, por lo menos de momento.
Las reformas necesarias desde hace mucho tiempo para modernizar la economía bielorrusa harán que, esperemos, esa relación se equilibre gradualmente dentro del marco de la UEE.
De manera similar, porque un acuerdo de asociación con la Unión Europea al estilo ucraniano no será una opción, la prioridad debiera ser que Bielorrusia ingrese a la Organización Mundial del Comercio y apoyarla a través del Fondo Monetario Internacional.
Ambos procesos introducirían condiciones para las reformas económicas internas. Tenemos la esperanza de que un régimen democrático las adopte rápidamente.
Presencia rusa. Después de su revolución democrática, Armenia continuó alojando una base militar rusa fuera de su capital, Ereván.
Aunque Rusia no posee una presencia militar comparable en Bielorrusia, sí tiene obvios intereses militares, con una pequeña unidad de la fuerza aérea y dos instalaciones estratégicas.
En estas cuestiones y otras similares relacionadas con la defensa que no representan una amenaza para nadie más, no hay motivos por los cuales los acuerdos existentes no puedan mantenerse.
Si el presidente ruso Vladimir Putin aceptará una transición política al estilo armenio en Bielorrusia es, por supuesto, una incógnita.
Seguramente habrá en su círculo interno quienes lancen advertencias paranoicas de que eso los pondría en un callejón sin otra salida que el control por parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Para desviar los intentos de quienes proponen una ofensiva brutal para evitar cualquier tipo de avance democrático, Occidente tendrá que mantener una diplomacia proactiva y dejar en claro que apoyará una Bielorrusia democrática que prefiera mantener vínculos estrechos con Rusia.
La situación bielorrusa no es una lucha geopolítica, es una cuestión interna que afecta a sus habitantes y a un régimen obsoleto que ha perdido legitimidad.
La diplomacia occidental puede ayudar al pueblo bielorruso a lograr un resultado democrático, pero solo si actúa prudentemente.
Carl Bildt: fue primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores de Suecia.
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