En su desarticulado y evasivo discurso del 15 de abril, con el que rompió un silencio y ocultamiento de semanas, Daniel Ortega tuvo un momento de cínico realismo.
“En medio de esta pandemia —dijo con su típico desgano—, no se ha dejado de trabajar porque aquí, si se deja de trabajar, el país se muere, y si el país se muere, el pueblo se muere”.
Con esa frase, reconoció que Nicaragua carece de las instituciones, los recursos, los procedimientos y las estrategias básicos para enfrentar las dimensiones sanitarias, sociales y económicas del virus. Y que esa debilidad del andamiaje y la voluntad estatales no puede compensarse con el pensamiento mágico-voluntarista de la primera dama y vicepresidenta, Rosario Murillo. Por ello, no queda más que no hacer nada.
Su lúcida lógica macabra, sin embargo, desdeñó algo crucial: no importa el orden de los factores —primero país y después pueblo, o a la inversa—, el saldo de pretender que todo seguirá igual y de renunciar a las responsabilidades oficiales contra la pandemia será aún peor. Así ha ocurrido y difícilmente cambiará.
En el fondo, con esas líneas, admitió que Nicaragua ha pasado a constituir una nueva e idiosincrática categoría de régimen político: la dictadura sin Estado.
El tinglado. El término debo matizarlo. Primero, su índole dictatorial no es tan severa como la de otros países hemisféricos; pensemos en Cuba o Venezuela.
Segundo, el decorado institucional se mantiene; además, el Estado aún demuestra gran fortaleza allí donde a la pareja gubernamental más le interesa: los mecanismos de control y represión.
Más allá de estos ámbitos, sin embargo, se ha producido una erosión creciente de la organicidad estatal, que avanza junto a mayores muestras de arbitrariedad.
Por esto, Nicaragua no es hoy una típica dictadura institucionalmente centralizada y controlada con verticalidad funcional desde un poder arbitrario, pero integrado y formal.
Lo que queda de sus desarticulados engranajes institucionales ya no puede llamarse “sistema”. Más bien, es una inestable red de relaciones, lealtades, traiciones, controles, prebendas, castigos y favores personales o patrimoniales, con un carácter más casuístico que sistémico.
Un tinglado de esta índole puede ser eficaz para acallar, doblegar, reprimir, encarcelar o matar, pero no para ejercer, con mediana eficacia, las funciones típicas del Estado, que son múltiples y requieren razonables coordinación y estabilidad operativas.
La brutal y sanguinaria eficacia con que el régimen ahogó la rebelión civil que se inició en abril del 2018 fue ejemplo de lo primero. Pero incluso en esa coyuntura de éxito extremo, las bandas de asesinos de ocasión, no los policías o soldados uniformados, llevaron la iniciativa represiva.
Al subcontratar informales para apuntalar a los detentadores formales de las armas, Ortega y sus secuaces pasaron por encima de la característica consustancial del poder estatal, tal como la definió el sociólogo alemán Max Weber a principios del siglo XX: ejercer el monopolio de la fuerza.
Fracturas mayores. Y si incluso esa dimensión de violencia, que ha constituido —junto con enriquecerse— el móvil de Ortega a lo largo de décadas, ha mostrado fisuras, en la pandemia quedó totalmente al desnudo el extendido colapso institucional del Estado, sobre todo en otra dimensión esencial de sus funciones: la protección integral de sus ciudadanos, que empieza por la salud.
Quizá en las épocas de “normalidad autocrática” que vivió Nicaragua antes de abril del 2018, esa debilidad estatal fuera uno de los factores limitantes de un poder dictatorial más rígido y, por ende, permitiera mantener ciertos espacios de libertad e iniciativa personal o empresarial de los que carece, por ejemplo, Venezuela.
Fue, además, el adhesivo de la precaria e inconfesable alianza de intereses entre Ortega y los más grandes empresarios del país.
Sin embargo, la informalidad de las redes de poder e influencia ha sido también un factor que ha estimulado el patrimonialismo, la corrupción y el deterioro de servicios esenciales, y que ha borrado la precaria estabilidad de un pasado reciente. Peor aún, ha fortalecido una poderosa fuente de impunidad.
Lo que hace tres meses había llegado ya a un punto de profunda crisis económica y social, en un trasfondo de deslegitimidad política, con la pandemia se aproxima al colapso humano, y quizá sistémico.
Con un Estado quebrado institucional, moral y financieramente, Ortega, Murillo y su círculo íntimo han dejado al pueblo a su propia suerte.
La dictadura sin Estado no es una categoría de régimen político para incorporar a las tipologías que, desde Aristóteles, construyen sin pausa y con éxito dispar varios científicos o filósofos de la política. Es una observación puntual; por eso, la califico de idiosincrática. Como tal, no puede elevarse al nivel de concepto explicativo más allá de las actuales coyunturas. Pero sí nos permite desentrañar un poco más la naturaleza específica del régimen nicaragüense y prepararnos mejor para la tragedia que se asoma sobre su pueblo.
El autor es periodista y analista.