“Toda realidad ignorada prepara su venganza”, escribió Ortega y Gasset, y en Costa Rica llevamos años haciéndonos los majes sin darnos cuenta de que a los únicos que engañábamos con nuestra proverbial capacidad para disimular era a nosotros mismos. Sabíamos, porque teníamos datos, pero, además, porque se respiraba en el ambiente, que el país iba por el rumbo equivocado y que, como quien suma a su sedentarismo y mala dieta, estrés y pocas horas de sueño, estábamos tentando nuestra suerte. Pero preferimos fingir como que no pasaba nada, porque nos creímos el cuento y vivimos del cuento, del “aquí jamás”, en todos los demás países de la región sí, pero “aquí imposible”, porque somos ticos, pura vida, excepcionales.
Pues no, no éramos inmunes y la constatación de ello nos asalta por todas partes. Costa Rica está rota. Ojalá fuera en dos, con eso de “la costa y la rica”, pero su fragmentación es mucho mayor, como la de una vieja galleta de soda olvidada en el fondo de una bolsa de cosas olvidadas. Partida en pedazos inconexos, no solo de suntuosidad y miseria, sino también de refinada educación y analfabetismo funcional, y, lo que es peor, de visiones de mundo encapsuladas en sus cámaras de eco, que van desde el wokismo naif hasta el rabioso conservadurismo religioso, sin nada que nos vertebre más que los prejuicios y recelos mutuos. Una nación que es cada vez menos una polis y cada vez más una aglomeración de gentes conectadas por una red vial quebrada.
Sí, sé que pasan cosas buenas, que hacemos cosas bien, que en muchos ámbitos ha habido mejoras, pero la médula del país, lo que sostiene cohesionada a una comunidad humana en la época contemporánea, se ha desmoronado. Me refiero a los mecanismos de protección social, de comunicación social y de representación política, esto es, del cuidado, del diálogo y de la acción colectiva. Conservamos una estupenda marca país, pero, aunque el mascarón de proa encare soberbio las olas y sobre cubierta se toque música festiva, si esas tres calderas del cuarto de máquinas colapsan, el naufragio es inminente.
Hemos pospuesto, de forma suicida, las medidas que le den sostenibilidad a nuestro sistema de pensiones. No reaccionamos a las advertencias de quiebra del seguro de salud. El cuidado en la vejez y de las personas dependientes es algo de lo que, sin ayuda, debe encargarse cada familia, normalmente las mujeres. Si a eso se suma que cada vez envejecemos más y nos reproducimos menos, no es difícil anticipar la que se nos viene. Peor aún, asumimos pasivamente que la educación básica pública se convirtiera en un curso introductorio a la desigualdad de toda nuestra sociedad, como para que niños y jóvenes vayan aprendiendo desde temprano que deben apostarlo todo a un juego de cartas marcadas. ¿Cómo esperábamos que hubiera comunidad sin solidaridad?
Hemos descuidado el sustrato más elemental de una democracia, que es la conversación pública. Reduciendo el periodismo a infotainment amarillista o farandulero; prestando mayor atención a lo grotesco y lo ridículo que a lo virtuoso y notable; tragándonos el embuste de los califas de Silicon Valley de que sus exprimidoras de datos y difusoras de odio y desinformación eran, de verdad, “redes sociales”; enfocando la educación en la adquisición de habilidades para competir en el mercado laboral, pero no para el razonamiento crítico, la expresión clara de las ideas y la discusión respetuosa; y dedicando las mayores energías de la universidad, no a la reflexión con la sociedad, sino a la producción de papers para subir en el escalafón. ¿Cómo esperábamos que hubiera diálogo sin una esfera pública que alentara el debate, apreciara la pluralidad y estimulara el conocimiento?
La política
Hemos socavado la única actividad de la que disponemos los seres humanos para convivir civilizadamente en medio de nuestras diferencias: la política. Unos, empeñándose en defraudar a quienes en ellos confiaron y degradando ruinmente la elevada dignidad que entraña el servicio público en una república, y otros, incluido un sector de la prensa, buscando el facilón aplauso público mediante el discurso antipolítica, que iguala por lo bajo a todas las personas que se dedican a ese imprescindible oficio, creando un estigma que ahuyenta de él a mucha gente que podría aportar mucho, pero que no quiere ver su nombre arrastrado por el fango del escarnio público. ¿Cómo esperábamos, sin cultivo de la ejemplaridad pública —que requiere un comportamiento personal honorable, pero, también, reconocimiento social— contar con la representación política necesaria para la acción colectiva?
Así es como hemos ido cavando esta zanja profunda de violencia criminal e inseguridad ciudadana, de odio identitario, de desesperanza y de tóxica desconfianza social. Todos, sindicatos, cámaras empresariales, profesionales liberales, etc., con la absurda ilusión de que resguardando lo propio y desentendiéndonos de todo lo demás, defendíamos nuestros intereses, como si la estabilidad duradera de una sociedad humana pudiera construirse sobre otra base distinta a la de la inclusión y el bienestar del mayor número. El resultado fue que ese mayor número, que es el que no está organizado ni tiene músculo para forzar regalías clientelistas, fue acumulando su rencor y frustración, cansado de ser el pato de la fiesta al que, eso sí, todos decían servir, al tiempo que lo desplumaban.
Costa Rica actual
A ese proceso de erosión contribuyó la doctrina económica hegemónica en las últimas décadas, algo que hoy reconoce hasta el propio Francis Fukuyama en su último libro Liberalism and its discontents. Un sector político y empresarial del país esperaba que, mientras la riqueza se acumulaba de forma obscena, masas de trabajadores precarizados, a los que su salario no les alcanza más que para sobrevivir, sin esperanza alguna de ascenso social, ni tiempo y energías para informarse y menos cultivarse, se comportaran siempre, por arte de magia, por una especie de “ADN democrático costarricense”, como virtuosos ciudadanos. Pero como para cada roto hay un descocido, esa corriente fue combatida, principalmente, por defensores de prebendas estatales e ineficiencias burocráticas, fascinados, para peores, con la figura del hombre fuerte antisistema a la que hasta hace poco en Venezuela y todavía hoy en México valoran de manera distinta a como lo hacen con Bolsonaro o Trump, aunque sean tan similares.
La Costa Rica actual no es ni lo que fue, ni lo que soñó ser, ni lo que razonablemente podría haber sido. Se ha degradado como todas las repúblicas cuando sus ciudadanos se aplebeyan en torno a circos y hogueras públicas. Experimenta en sus carnes los principales males de la época, incluido el más terrible de todos: el ocaso de la democracia. A este respecto, discrepo con quienes dicen que estamos en un punto de inflexión. Esa parada se nos pasó hace rato. Y no sé si estemos ya en condiciones de revertir el proceso. Lo único que tengo claro es que, si alguna posibilidad nos queda, esta depende de reconocer cómo llegamos hasta aquí para al menos no sumar a nuestra situación la vergonzosa hipocresía de quien se hace el sorprendido frente al estropicio que causó.
El autor es abogado.