La mayoría tenemos una historia con la tagada, el juego mecánico de mayor aglomeración en todo turno o feria cívico-patronal, dado que todo el mundo quiere atestiguar las desgracias de los pobres desafortunados que no pueden sostenerse durante los giros acelerados y la inestabilidad de la plataforma circular, por lo que rebotan sin control en el centro de la tómbola humana.
Al igual que miles de costarricenses, yo también subí a la tagada, y lo hice muchas veces, especialmente durante la adolescencia, cuando el vacilón suele ganar la partida al sentido común.
Ahí fui, tanto en las fiestas de fin de año en Zapote como cuando había turnos en mi natal Curridabat, a jugarme el físico con mis amigos, aferrados a la baranda mientras, de tanto zangolotearnos, las piernas quedaban suspendidas en el aire y caíamos de golpe sobre los asientos, rezando para no soltarnos, no por temor a lesionarse, sino por la vergüenza de rodar por la tagada frente a la masa expectante.
¡Cuántas billeteras, llaves, aretes y relojes se pierden al compás de la danza violenta de la tagada! Nunca lo sabremos, pero deben haber sido bastantes, vaya que sí.
Mientras la tagada acumuló décadas de protagonismo en las celebraciones cantonales, ninguno de nosotros, valientes o imprudentes que subimos para gozar un rato, reparó en el peligro que significa, dada su combinación de velocidad, inestabilidad y, bueno, física aplicada. En el duelo entre la máquina y el humano, los de carne y hueso siempre salen perdiendo.
Cuando uno tiene 14 o 15 años no piensa en si de por medio hay una póliza, si la responsabilidad es personal o de quien opera el juego mecánico, si al pagar los ¢3.000 del tiquete renunciamos al reclamo por lesiones, si está bien que un menor de edad suba sin el visto bueno del adulto a su cargo, si es correcto reír de la muchacha que pasó largos minutos azotándose la espalda contra el asiento plástico o del muchacho que se torció un tobillo y al final tuvo que bajar del juego apoyándose en sus amigos, pues no podía caminar del dolor.
Medidas insuficientes para subir a la tagada
Quienes hemos tenido la oportunidad de visitar parques de atracciones como los de Orlando, en Estados Unidos, sabemos que la tagada no tendría cabida hoy en un lugar de estos, donde los estándares de seguridad son altísimos y los juegos mecánicos, aun los más desafiantes, son construidos y operados con el apego más estricto a los lineamientos de las autoridades de salud, a fin de minimizar los riesgos para los usuarios (y demandas, claro está).
Quienes no tienen la estatura requerida no pueden subir, punto. Quienes tienen algún tipo de padecimiento o condición de salud están advertidos: suben bajo su propio riesgo. Quienes autoricen a sus hijos a subir al juego asumen, ahí mismo, la responsabilidad del acto.
En cambio, en los festejos comunales de nuestros países latinos, juegos como la tagada son manipulados por un personal que, a primera vista, no parece particularmente calificado.
En las estrechas e improvisadas casetillas metálicas donde expenden los tiquetes, no hay mucha información a la vista que advierta sobre los riesgos de las atracciones, pues el boleto vale igualmente para los caballitos y los carritos chocones que para la bailarina, el pulpo o, desde luego, la tagada.
Lo sé porque lo atestigué hace unos meses, durante los festejos por el cantonato de San Pablo de Heredia, donde ninguna de estas consideraciones que ahora expongo se me pasó por la cabeza. Asistí con mis hijas y la pasamos bien, aunque desde el principio les dejé claro que la tagada no estaba en los planes: ya había pasado por ahí años atrás y sabía que la experiencia no era como la pintaban. Por dicha no protestaron.
Peligro de los juegos mecánicos
Todo esto lo reflexiono ahora que una joven madre, de 21 años, falleció de un golpe en la cabeza en la tagada, el 30 de enero, durante los festejos patronales de San Pablo de León Cortés. Ella no era de las personas osadas que se ponen de pie en el centro de la plataforma giratoria, sino que simplemente no pudo sostenerse de la baranda, como relató su hermana.
No es el primer accidente causado por este juego mecánico y, de hecho, es común que se viralicen videos de gente que la pasa mal dentro de la “atracción” y que incluso ha salido despedida fuera de ella.
Por lo general, estos percances terminan en moretones y consecuencias afortunadamente menores, mientras el afectado lamenta el bendito momento en que entró al aparato. Pero en otros casos las lesiones son más graves, como le sucedió a un limonense en marzo del 2023, que se fracturó cinco costillas al caer.
Nos tomó tarde poner atención a la tagada. Hasta que se cobró una vida nos cuestionamos si este y otros juegos mecánicos deberían pasar por controles más estrictos. Igualmente, las autoridades municipales y parroquiales que los contratan para sus celebraciones bien podrían tomar más en consideración los riesgos derivados de colocarla en plazas y parques.
Las preguntas son muchas y las respuestas no son fáciles. ¿Qué capacitación se requiere para que alguien opere un juego mecánico? Ni idea, pero uno creería que si al personal de cocina de los restaurantes se le pide estar certificado en manipulación de alimentos, con mayor razón deben exigirse requisitos a quien acciona los controles de una máquina que involucre personas, velocidad, altura y ausencia de cinturones de seguridad.
¿Cuáles pólizas tienen las empresas dueñas de los juegos mecánicos? ¿Cuál es la letra pequeña que ignora el adolescente que sube a la tagada en busca de risas y adrenalina? ¿A qué se exponen las organizaciones que contratan estos servicios y los ofrecen de modo abierto e irrestricto al público?
Al mismo tiempo, bien harían las autoridades de Salud en poner más cuidado al asunto. En los festejos populares, es más frecuente ver controles de ruido que de riesgo.
Entretanto, empecemos a ver de un modo más consciente todo lo que se pone en juego cada vez que alguien sube a la tagada. Ningún vacilón vale tanto.
El autor es jefe de información de La Nación.