Desde finales del siglo XVIII, cuando Edward Jenner descubrió la vacuna contra la viruela humana, estas, junto con el saneamiento ambiental y el advenimiento de los antibióticos, son los elementos que más influyen en la esperanza y la calidad de vida. Posteriormente, se descubrió que la modificación de prácticas o estilos de vida surgidos en los dos últimos siglos se agregan a los tres pilares de la salud pública.
Las vacunas han cambiado en diseño, seguridad y eficacia. Siempre en busca de la mayor seguridad para quienes las reciben. De hecho, es el primer elemento que se evalúa a la hora de someter a prueba el nuevo biológico. El efecto protector, entonces, pasa a un siguiente plano: de nada vale una enorme protección si, paradójicamente, conlleva enormes riesgos de originar efectos secundarios graves.
Por ello, las vacunas requieren rigurosos procesos de investigación en el laboratorio, en los bioterios y luego en las personas o animales que serán los receptores del fármaco. Insistimos, porque nos interesa dejarlo muy claro: en cada paso, lo primordial es la seguridad del receptor final. Solamente después de tan laborioso proceso es que una agencia reguladora como la de Drogas y Alimentos de Estados Unidos (FDA) y la Europea de Medicamentos (EMA), o la misma Organización Mundial de la Salud autorizan el uso.
Las vacunas ayudan a controlar enfermedades de todo tipo, aunque hay pendientes, como una contra el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) o la malaria; aunque, en este último caso, la OMS aprobó la denominada RTS,S/AS01 para los niños del África subsahariana y en otras regiones contra la malaria por Plasmodium falciparum de moderada a alta.
Asimismo, contra otras enfermedades hay prototipos en desarrollo y se espera terminen en vacunas seguras y eficaces pronto. Sin embargo, cabe destacar que el mundo cuenta con vacunas de la mejor tecnología, seguridad y eficacia para prevenir 25 enfermedades; incluso, permitieron erradicar la mortal viruela humana y casi la poliomielitis.
La cantidad de muertes infantiles prevenidas mediante la administración de vacunas antes de la aparición de la covid-19, según la OMS, alcanzaban entre 2,5 y 3 millones al año. A ese número habrá que agregar otro tanto en adultos. Por ejemplo, un estudio publicado en la Red de Investigación en Ciencias Sociales calcula, por medio de modelo matemático, que el impacto que tendrá la vacunación contra 14 agentes en 194 países, entre el 2021 y el 2030, llegará a unos 51 millones.
Otro estudio, publicado en la revista The Lancet, reporta que solo en el primer año de aplicación de las vacunas contra la covid-19 se previnieron cerca de 14,4 millones de muertes, es decir, casi un 65% de reducción en la cantidad de fallecimientos probables.
Pero estos datos nos hablan del peor desenlace; el impacto en las hospitalizaciones, costos por incapacidades, la economía, la calidad de vida y la carga de enfermedad es aún mucho mayor. Las vacunas no solo salvan la vida de quien las recibe, sino también en su círculo familiar cercano y la sociedad en conjunto. La vacunación contra la covid-19 lo demostró. Lo mismo puede afirmarse para la salud pública veterinaria y el comercio internacional relacionado con ella.
Oposición histórica
A pesar de todos esos beneficios, desde el descubrimiento de la primera vacuna por Jenner, personas ya se oponían a la inoculación por consideraciones sanitarias, porque utilizaba material obtenido de las vacas, o religiosas, por creerla poco cristiana. Hay que recordar que la viruela causaba miles de muertes en Europa en aquellos años. Durante casi un siglo, siguió esta tirante relación entre los que estaban a favor y los que estaban en contra de la vacunación, especialmente, porque fue establecida como gratuita y, posteriormente, obligatoria.
La Liga Antivacunas de Leicester apareció en 1869. Al igual que ahora, la discusión se centró en el derecho a elegir, en contraposición con el bienestar general. Al final, como hoy, prevaleció el criterio de anteponer el bien común al derecho individual. Parece que la historia se repite, en muchos sentidos, casi 150 años después. Se nota que las discusiones en torno a la vacunación giran alrededor de múltiples aristas: lo técnico-científico, lo religioso y hasta lo político. El panorama en este momento no es distinto.
En el caso de Costa Rica, existe un entramado normativo que posibilita coberturas vacunales que son modelo en el mundo, tanto así que las enfermedades que se previenen con las vacunas del Programa Ampliado de Inmunizaciones (PAI) son una rareza y, en muy contados casos, producen brotes de baja incidencia.
Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Constitución Política, las leyes General de Salud y Nacional de Vacunación, la Convención Sobre los Derechos del Niño, el Código de la Niñez y la Adolescencia, entre los principales, nos ofrecen el marco normativo que regula la materia de los derechos y deberes de los habitantes.
A partir de la publicación de Andrew Wakefield y colaboradores en 1998, en The Lancet, en que se sugirió que la vacuna MMR (sarampión, rubéola y paperas) estaba asociada con el autismo, se dio un nuevo impulso a la desconfianza a las vacunas y, con ello, los movimientos antivacunas tomaron nuevo aire.
Poco tiempo después de esa publicación, se llegó a la conclusión de que el estudio estaba plagado de errores conceptuales y metodológicos; finalmente, la revista lo retiró, publicó la retractación y el autor principal fue castigado de por vida para el ejercicio profesional. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. Un ejemplo no muy lejano muestra un gran brote de sarampión en Europa y EE. UU. en el 2019, luego de una violenta campaña antivacunas.
Recientemente, con la pandemia de covid-19, se puso en jaque la salud física y mental de la población mundial, así como la economía global. La pronta recuperación fue posible, más que por cualquier otra cosa, gracias al expedito desarrollo y aplicación masiva de vacunas, sumamente eficaces, basadas en tecnologías descubiertas y desarrolladas décadas atrás. Estas pasaron por rigurosas pruebas de eficacia y seguridad, y, aunque fueron inicialmente aprobadas para uso de emergencia, luego fueron aprobadas en forma absoluta o están camino de serlo.
Voces desinformadas
En la vacunación contra la covid-19 ha habido ataques de antivacunas que esgrimen toda serie de argumentos, algunos muy serios y otros que no pasan de ser disparates. Desafortunadamente, el asunto se politizó. Al comienzo de la campaña de vacunación, poca gente cuestionó las decisiones de la Comisión Nacional de Vacunación y Epidemiología —incluida la obligatoriedad— y las filas para aplicarse la vacuna eran enormes; incluso, bajo el sol y la lluvia, nos mantuvimos estoicamente hasta recibir nuestras dosis.
Las caras de felicidad por la seguridad que las vacunas nos ofrecen surgían en cada vacunatorio. Luego, de forma inesperada, la obligatoriedad fue parte de la campaña política y los sectores antivacunas hallaron oídos abiertos a sus reclamos, con razones técnicas o sin ellas hacen uso de su capacidad de intimidar y otras manifestaciones de violencia.
La lucha contra los antivacunas y aquellos que les prestan atención, en todos los niveles sociales y políticos, es férrea. Quienes argüimos criterios científicos para favorecer la vacunación y respaldar la obligatoriedad actuamos apegados a la ciencia, no por capricho o mera intuición.
Contra cada argumento antivacunas, existe abundante evidencia clara y contundente, con base científica, que lo refuta; y, principalmente, los voceros a favor de la vacunación son los más connotados científicos costarricenses en lo local y global.
Tristemente, junto con la caída en la velocidad de vacunación contra la covid-19, producto indiscutible de un mal ambiente creado contra la inoculación y a muy cuestionables estrategias de “apoyo” a la vacunación, con una clara inconsecuencia entre la palabra y el acto, la campaña de vacunación contra la influenza resultó afectada, así como la aplicación de las vacunas del esquema que componen el PAI. Estos hechos serán caldo de cultivo para una población menos preparada para los retos inmunológicos en un futuro muy cercano, con las graves consecuencias que acarrea.
Quienes tenemos cobijo en esta maravillosa patria, somos capaces de revertir estos efectos perjudiciales que logran los antivacunas. Nos toca luchar, empezando por nosotros mismos, yendo por las dosis que nos corresponden en el momento que nos toque; después, alentando a los más cercanos de nuestra casa y vecinos, a todo el mundo. Las enfermedades inmunoprevenibles se combaten con gran eficacia mucho antes de que surjan; ¡solamente hay que vacunarse!
No dejemos que los tentáculos de irresponsables que juegan con nuestras mentes arruinen nuestras vidas. No les demos gusto, vamos a vacunarnos, vamos a vacunar a nuestras hijas y a nuestros hijos, vamos a vacunar a las personas que están bajo nuestro cuidado. Es un acto de responsabilidad y amor.
Olga Arguedas Arguedas es pediatra inmunóloga y directora del Hospital Nacional de Niños.
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y profesor en la Universidad Nacional.