Con el transcurso del tiempo, todo se va perdiendo: una nueva civilización borra la anterior o una más poderosa la suplanta, la religión que va naciendo aumenta en la multitud de sus adherentes y sepulta la que tenía siglos o milenios de existencia y que parecía única y eterna, un niño que crece se olvida del mundo que vivió y en el cual creyó su padre.
En lo personal, todos, al envejecer, comenzamos a perder la memoria. Siempre fui lector apasionado y constante desde los seis años de edad, cuando aprendí a leer. El conocimiento que iba adquiriendo lo guardé en la memoria. Continúo leyendo cinco o seis horas al día, desde las cuatro de la mañana.
Pero ahora, a los 97 años de edad, me entero de una tragedia. He descubierto algo que me dejó paralizado, un libro me sorprendió al verlo distraídamente sobre mi mesa de trabajo; no sabía de qué se trataba a pesar de estar seguro de que lo había leído.
¿Qué hacer? ¿Y si lo subrayo para resaltar mi preocupado interés? Tal vez así podría detener la memoria en fugacidad, pensé. Y así lo hice. Todo lo que consideraré interesante, digno de recordarlo, lo subrayaré. Una cita histórica, un pensamiento, un acertado parecer; de esta manera, comencé mi nueva labor de regla pequeña y bolígrafo, aunque fuera lectura lenta, despaciosa, artesanal, quizás como debería ser toda lectura.
Algunos días después de haber terminado de subrayar, recogí el libro que había quedado disperso y aparentemente confundido entre muchos otros y, ¡oh, sorpresa!, el libro había ocupado el lugar de mi memoria. Como el avaro que guarda el dinero en su caja fuerte, así, yo, ahora, con sana avaricia, voy guardando en mis libros la memoria que, en un momento determinado, creí estar perdiendo.
En un período de muchos años, los libros fueron para mí, como para todos los que acostumbran leer, mensajeros que me entregaban conocimientos, belleza, mundos de cuya existencia jamás antes había sabido.
Ahora, mis libros comienzan a ser los guardianes que me permiten conservar los conocimientos que poco a poco voy adquiriendo o, quizá, los que, equivocadamente, pensé que adquiría cuando, en verdad, solo estaba acumulando la capacidad para entender ese inconmensurable mundo de sabiduría del cual nunca me habré de enterar.
Pero, para mí, en este momento, es motivo de profunda alegría al saber lo que no se sabe; lo que nunca se podrá comprender. El libro, cuantas veces lo abro, me enseña de nuevo, me ofrece el recuerdo, la memoria que creí haber perdido, pero que, sorprendentemente, solamente se había guardado. El libro, mi caja fuerte.
Por todo esto, no devuelvo los libros a la estantería y los mantengo, amontonados en una, dos y tres mesas que me rodean. Desde allí, al alcance de mi vista, también permanentemente me llaman, me saludan, invitándome a dialogar, a recordar. Algo así como cuando las piernas comienzan a fallar y tenemos que usar bastón o muletas. Se camina lento y un poco inseguro, pero se camina al fin. ¡Bendita memoria que se traslada para no perecer!
El libro, en el estante, ordenado, clasificado —por temas, por autores— solo ofrece el lomo, la espalda y, así, mudo ciego, sordo, indiferente, se manifiesta incapaz de sonreír y conversar, pero en la mesa del desorden ríe, juega, salta y grita, como los niños en la plazoleta central de la escuela en el recreo grande.
El autor es abogado.