Un acontecimiento revelador durante las manifestaciones populares contra las reformas judiciales propuestas por el gobierno israelí fue la concentración de los manifestantes en una pequeña calle lateral de Tel Aviv. Allí reside el expresidente de la Corte Suprema de Israel, Aharon Barak, quien actualmente es tanto alabado como vilipendiado, según las lealtades políticas de que se trate.
No se espera que los jueces causen controversias políticas de manera directa, independientemente de que su última decisión haya sido ayer o, como en el caso de Barak, casi dos décadas atrás. Se supone que son imparciales e independientes, pero las democracias del siglo XXI están dejando de lado este ideal (no solo por la conducta de los jueces sino también por el surgimiento del populismo autocrático y los ataques de los gobiernos a las instituciones que procuran hacerlos rendir cuentas).
Tanto en Israel como en otras democracias el Poder Judicial fue uno de los primeros controles contra los abusos del poder gubernamental. Por eso, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu centró la atención de su gobierno en los tribunales cuando volvió a ocupar el cargo a fines del 2022. En un anteproyecto de legislación que quedó en pausa, el nuevo gobierno —una alianza entre su partido, el Likud, y el partido Poder judío, de corte fascista— busca limitar el poder de revisión judicial de la Corte Suprema y ejercer un mayor control político sobre los nombramientos judiciales.
Barak quedó en el corazón de este conflicto político porque fue quien transformó a la Corte Suprema en un bastión de la justicia y el imperio de la ley. Ingresó a la Corte en 1978; después de haber ocupado los roles de fiscal general de Israel desde 1975 y asesor legal gubernamental en los acuerdos de Camp David, se propuso redefinir el papel de la corte y moldear la jurisprudencia israelí.
Desde el inicio de su carrera judicial abrazó el activismo: contribuyó a ampliar la jurisdicción de la Corte Suprema definiendo la justiciabilidad (por la cual los tribunales deciden en qué asuntos son competentes) y la capacidad legal (quién puede presentar acusaciones) en términos amplios, autorizando así a los jueces de la Corte Suprema a considerar casos propuestos por un rango más amplio de partes y sobre un rango más amplio de cuestiones.
La filosofía judicial de Barak realmente maduró después de la aprobación por el Knesset (parlamento) de las Leyes Básicas de Israel a principios de la década de 1990. No se convirtió en presidente de la Corte Suprema hasta agosto de 1995, pero para noviembre de ese año ya había entregado su decisión más trascendental, transformando su creencia de que “el mundo rebosa de derecho” en una realidad judicial. En el Banco United Mizrahi contra la Aldea Cooperativa Migdal, la Corte declaró que tenía capacidad para invalidar los estatutos que entraban en conflicto con las Leyes Básicas.
Ese fue el momento Marbury contra Madison de Israel. La opinión mayoritaria revolucionó el papel de la Corte Suprema en la democracia israelí, otorgándole poder para examinar prácticamente cualquier faceta de la vida pública del país. Las atribuciones de la Corte ya no quedaron confinadas a dictámenes sobre lo razonable de las acciones del gobierno, ahora también podía derogar legislación.
En Gran Bretaña
Hasta ese punto, las políticas del Knesset se consideraban inviolables: Israel reflejaba la adopción británica de la soberanía parlamentaria absoluta; pero como Gran Bretaña descubrió después del referendo por la brexit, su noción de la soberanía deja a veces normas democráticas y derechos fundamentales a merced de ministros de gobierno malignos.
Simplemente por contar con apoyo suficiente en la legislatura, el ex primer ministro Boris Johnson y el actual primer ministro Rishi Sunak lograron que se aprobara legislación para limitar el derecho a manifestarse, privar a algunas personas del derecho a voto y perseguir a quienes buscan asilo. Ante ello, los tribunales británicos consideraron que su responsabilidad constitucional era en gran medida mantenerse al margen.
De acuerdo con la jurisprudencia con la que Barak abrió nuevos caminos, la Corte Suprema de Israel estaría menos dispuesta a tolerar esas políticas de dudosa constitucionalidad. De manera verdaderamente liberal demócrata, reconoce que se debe contraponer la prerrogativa de los poderes electos para llevar adelante el mandato del pueblo a la responsabilidad judicial de hacer respetar la ley y sus apuntalamientos constitucionales. Como escribió Barak en United Mizrahi, “la revisión judicial de la constitucionalidad de la ley es el alma de la constitución en sí. Si se elimina la revisión judicial de la constitución, se la priva de la vida misma”.
En vez de aceptar una concepción limitada y formal de la democracia como un sistema en el que gobierna la simple mayoría, Barak ofreció una visión de la “democracia sustantiva, dedicada especialmente a la defensa de los derechos humanos”. Con esa filosofía, la Corte derogó un estatuto que permitía al ministro del interior israelí detener sin juicio a quienes buscaban asilo; falló contra la constitucionalidad de una ley de “regularización de asentamientos” que permitía al gobierno expropiar tierras palestinas de propiedad privada; y determinó que las prisiones privadas violaban la dignidad de los prisioneros.
Equilibrio adecuado
Mientras los críticos de Barak (y los del activismo judicial liberal, como Netanyahu) afirman que la Corte “legisla desde el estrado”, su defensa de la dignidad humana descansa en un terreno filosófico sólido y políticamente imparcial: en la sociedad todos somos libres e iguales ante la ley. Con un “equilibrio adecuado” entre “la vida social de la comunidad” y “los derechos humanos, la equidad y la justicia”, sostiene Barak, el poder judicial evita enredarse en el matorral político.
Esta sensibilidad se puede contrastar con el enfoque más partidista que encontramos en la Corte Suprema estadounidense. En ella las filosofías judiciales profesadas se usan simplemente para disimular la búsqueda de las agendas políticas preferidas. En vez de basar sus decisiones en principios coherentes como la dignidad, los jueces de la Corte Suprema recurren a marcos muy amplios como el originalismo y el textualismo para imponer sus ideas personales y religiosas.
Este enfoque suele permitir que los jueces de la Corte Suprema eviten las acusaciones de “activismo”. Cuando una ministra de justicia anterior de Netanyahu, Ayelet Shaked, nombró a seis nuevos jueces de la Corte Suprema, afirmó que el poder judicial volvería a un supuesto textualismo. Como señala Alon Harel, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, no se dio cuenta de que “su pasión por fomentar las causas conservadoras distorsionó su capacidad para detectar el activismo de derecha”.
Si Netanyahu logra que se apruebe la reforma judicial, los tribunales israelíes serán cada vez más partidistas. La Corte Suprema ya retrocedió desde el punto jurisprudencial culminante de la era de Barak: redujo, por ejemplo, su apoyo a los derechos de los palestinos. Los jueces de la Corte Suprema se convertirán en actores políticos declarados y la confianza y credibilidad de la Corte se resentirán como las de su contraparte estadounidense. Y, sin revisión judicial, los israelíes deben prepararse para una ola de legislación que burle su dignidad.
Nicholas Reed Langen, miembro de 2021 re:constitution, es editor del LSE Public Policy Review y escribe sobre la constitución británica en The Justice Gap.
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