¿Resistió hasta el final, como suelen decir, ávido de vida, o solo padeció esas últimas semanas con fatalidad, con temor e incertidumbre, con resignación y después hasta con un toque de impaciencia?
En cuanto a mí, ¿a quién engañaba yo, cuando me sentaba frente a él y con falsa alegría me empeñaba en disfrazar lo irremediable acudiendo torpemente a los recuerdos de nuestra hermandad absoluta, de nuestra memoria común, para aliviarlo con palabras y más palabras, echando mano de las preguntas que le hacía y que él sin disimulo las tomaba por lo que eran, argucias incompetentes para distraerlo?
Al principio, el cáncer se presentó como un incierto presagio, anunciándose con timidez y cautela, avivando nuestra ansiedad y nuestro miedo. Pero un día de repente se precipitó. La enfermedad tomó impulso como la nave que carretea, cobra fuerza y se desata con toda su potente violencia.
En pocos días, o así me lo pareció, se apoderó de él y lo recubrió por completo de pies a cabeza, sin dejar ya ningún espacio de su cuerpo permeable a la ilusión y la esperanza.
A pesar de todo, yo no renunciaba a creer que él era el mismo de siempre, que seguía ahí intacto, sin mengua, como parte consustancial del nosotros que comenzó desde que teníamos memoria; como parte de ese nosotros que no era un pronombre sino nuestra naturaleza esencial, la sustancia que nos unía desde nuestros orígenes.
Solo que un día empecé a darme cuenta de que él parecía poco a poco más extraño, más distante, sobre todo más enigmático e incomprensible. Fueron las semanas, las últimas del año pasado, que antecedieron a la definitiva separación, cuando a mi pesar fui tomando conciencia de que él ya no nos pertenecía.
Lo percibí de manera confusa: mi hermano del alma había emprendido, casi hasta el final con su digna serenidad y su tranquila lucidez, el viaje al estado definitivo donde se hallaría completamente solo, sin ningún confidente, sin ningún auxilio, sin ninguna compañía; hasta esa condición a la que estaba llegando, los demás no podríamos alcanzarlo.
Él abandonaba el nosotros que habíamos sido; sin percatarnos, todos estábamos dejando de ser lo que éramos porque lo habíamos perdido.
Era la desintegración, pero no la suya, sino la de ese nosotros que él y yo compartimos más de setenta años.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.