El corazón, en el pensamiento bíblico, no es el lugar de los afectos y las emociones, sino el espacio para la comprensión del mundo, la deliberación, la toma de decisiones y guardar los más íntimos secretos y pensamientos.
Así, el centro de la vida, la conciencia y la mente parecen coincidir en un único órgano. Un neurocientífico diría que el corazón sería para los antiguos semitas como el cerebro de la persona. No estaría equivocado, pero el sentido detrás del símbolo es más amplio que eso.
El corazón es uno de los órganos interiores y siempre se encuentra en rítmico movimiento. Es como si marcara la cadencia de la vida misma, porque en esfuerzos, emociones placenteras o dolorosas, el son marcado del corazón cambia y nos hace experimentar también físicamente el impacto que algo tiene en nuestras vidas.
Nuestra capacidad de pensar, imaginar, soñar y decidir está vinculada con la vida misma, con el corazón que late. Recordemos aquellas célebres palabras del Evangelio “por sus frutos los conocerán”: no hay árbol bueno que dé frutos malos y árboles malos que den frutos buenos. Así es el corazón, así es la persona y todo lo que de ella se deriva: generadora de frutos o de esterilidad.
No hay forma de que en estos días no venga a nuestra mente una reflexión sobre la corrupción, pues la vemos en todos lados: los escándalos se suceden casi incontrolables y las ambiciones egoístas o interesadas por obtener más poder se exhiben impúdicamente, como si se trata de algo bueno.
Más aún, a veces los “éxitos” de la corrupción son presentados como verdaderas obras heroicas, ingeniadas y realizadas por gente superior, capaz de obtener exactamente lo que quiere.
Gusano de la discordia
El panorama delante de nosotros parece corresponder al escenario más desgarrador: la existencia se vive según la ley de la jungla que, para parafrasear a Pablo de Tarso, se encuentra en nuestros miembros: la corrupción del corazón hace que todo lo que emprendemos parezca venir seguido de una cuota de maldad intrínseca, de una perversión que fomenta la putrefacción del ser humano.
¿Cómo huir de las estructuras creadas como falsas emulaciones divinas, que nos atrapan en sus redes discursivas y que pretenden nuestra confesión de “inevitabilidad”, seguida de nuestra adhesión conformista?
Aun en los sitios donde esperaríamos encontrar el bien, la tolerancia y la comprensión, parece pasearse campante el gusano de la discordia, como lo diría Qohelet: “En el lugar del derecho, se encuentra el delito; en el lugar de la justicia, allá se encuentra el crimen” (Qoh 3,16).
Tarde o temprano el conflicto —según esta visión de lo que acontece— se vuelve la resolución lógica de la historia. Fukuyama fracasó en su pronóstico sobre el fin de la historia, vivimos en un ambiente muy narrativizado por ideologías tan poco lógicas que llegamos a hablar de posverdad, de fake news, de relativismo y de moralismos creados a conveniencia, como parte de nuestra vida diaria.
El problema, en realidad, no es nuevo, la manipulación de las conciencias siempre se ha dado. La novedad actual, sin embargo, existe en el hecho de que ya no necesitamos organismos institucionales para crear propaganda; ahora la producimos y la consumimos todo el tiempo desde nuestros aparatos móviles.
Y lo cómico es que nadie cree en ella, pero todos le dan razón por motivo de la duda: ¿Y si fuera cierto esta vez? Sí, es más fácil quedarse en ese ámbito, porque puede resultar útil a los intereses de una persona que no quiere comprometerse con cambiar el mundo en el que vive.
En el fondo, seguimos con el eterno problema: el deseo contamina el buen juicio del corazón y la arrogancia del propio e insignificante poder se vuelve grito y paradigma moral; mientras, una multitud silenciosa acalla los reclamos de su corazón para sobrevivir en esta jungla.
La higuera
¿Todo está perdido? No; hay una solución. En el evangelio de Lucas tenemos una pequeña parábola que nos habla de una higuera que no da fruto, en una tierra donde se plantó un viñedo (Lc 13,6-9). El propietario le dice al viñador que la corte, porque es inútil que se desperdicie así la tierra.
Pero el viñador le ofrece cavar alrededor de la higuera y colocar estiércol para ver si da fruto. Al año siguiente, si continúa estéril, se corta.
La trama es muy simple, pero muy profunda. En primer lugar, porque la higuera tiene un propósito: dar fruto. El problema es que resulta tan improductiva que parece que su permanencia en la tierra es inútil.
Muchas cosas en estas palabras recuerdan elementos esenciales de la fe de Israel. El concepto de tierra, que está muy apegado al de nación, la higuera que en muchos casos representa al pueblo y el dar frutos, que nos recuerda a los profetas que exigen la construcción de unas relaciones nuevas para que la catástrofe no destruya lo que costó siglos construir.
Es lógico querer deshacerse de lo que resulta inútil para el bien de todos. Eso es la corrupción: inutilidad para la comunidad, pérdida de recursos, espacio desaprovechado para el bien.
Si pensamos en el tamaño de la higuera en relación con las vides, podríamos decir que su presencia se hace gigantesca, su sombra abarca un gran espacio de terreno, haciendo que el sol, tan necesario para las uvas, se oculte.
Esa es la experiencia que tenemos cuando descubrimos la mala saña que obstaculiza el crecimiento social, porque debilita nuestra esperanza. La corrupción desmotiva al mismo tiempo que desangra el alma.
El otro camino
Pero el viñador piensa distinto al dueño de la viña y propone otro camino, dar tiempo: cavar para poner estiércol que alimente y haga próspera la higuera. La parábola quiere ser una llamada de atención a la necesidad del cambio, para evitar la ruina que genera la corrupción.
Pero, paradójicamente, la solución comienza con el estiércol, es decir, con el desecho de la historia. Si la higuera quiere ser productiva, tiene que alimentarse de toda esa maloliente realidad que es resultado del mal en el mundo, para hacerlo fecundo.
Nos encontramos frente a otro nivel de interpretación: si queremos superar las consecuencias de la corrupción, tenemos que valernos de sus efectos, para comenzar a idear y poner en práctica una nueva estrategia de vida, que permita ofrecer frutos.
En otras palabras, que permita ofrecer alimento a una sociedad que se siente asqueada del abuso y del robo. No sería una mala cosa comenzar por ese sentimiento para exigir una actitud renovada en medio de la sombra del mal.
Lo interesante es que sea el viñador el que proponga al patrón esta solución, porque él se vería beneficiado si se obtienen más frutos del viñedo.
Parece que su interés es otro: salvaguardar el esfuerzo que durante tres años se hizo para cuidar aquel árbol. Sí, no hay que olvidar que el corrupto es solo una pequeña parte de la sociedad, que puede ser reconstruido por la acción de aquellos que, conscientes de la podredumbre que engendra, saben actuar de tal manera que el mal se pueda transformar en un bien mayor.
Fuerza de la historia
La parábola no dice nada más, no habla de las palabras del dueño de la propiedad, ni de una discusión posterior con el viñador. Eso sí, en el horizonte se vislumbran unas preguntas: ¿Cortará la higuera o no? Si lo va a hacer, ¿será ahora o el próximo año si no da fruto?
Esta falta de respuestas nos habla de la incontrolable fuerza de la historia. A veces, aunque lo queramos, no podemos frenar el paso de los finales violentos que acarrea la corrupción. Muchas cosas se salen de nuestro control, pero no por ello tenemos que dejar de lado la esperanza de dar frutos.
Cuando el corazón es corrupto, todo puede parecer perdido, puesto que el ritmo de la vida está señalado por el egoísmo que no deja espacio para un futuro compartido. Pero cuando los excrementos de la acción del corrupto encienden las pasiones por la justicia de los corazones sinceros, hasta el mismo mal que generan puede ayudar a recomponer nuestra conciencia y llevarnos a la acción, que permite fundamentar el bien en la sociedad.
No importa cuánto mal haya sembrado el corrupto, el viñedo que es nuestra tierra puede ser todavía un espacio de fertilidad si nos atrevemos, como aquel viñador de la parábola, a ensuciarnos las manos con las cosas negativas de la historia para construir esperanza y vitalidad.
Hay una alternativa al hacha destructiva y violenta, la del trabajo sencillo pero tenaz que sigue creyendo en un futuro mejor para todos y que confía en la respuesta que otras personas puedan dar para participar en la edificación de una sociedad nueva.
La tarea es compartida, desde la esperanza que cada uno tiene hasta en la decisión valiente para participar en esa aventura.
El autor es franciscano conventual.
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El corazón, en el pensamiento bíblico, es el espacio para la comprensión del mundo, la deliberación, la toma de decisiones y guardar los más íntimos secretos y pensamientos. (Shutterstock)