Hace muchos años, una compañera de trabajo le decía Rajita al jefe (llamado, vamos a suponer, Rafael), y estoy casi segura de que lo hacía pensando que estaba bien, dada la cercanía del trato que él nos ofrecía. Al parecer, un jefe afable resultaba difícil de manejar sin caer en los abusos de confianza.
También recuerdo la vez que unas estudiantes me invitaron a hablar sobre un tema de mi experiencia, pero se negaron a ponerme algún rango. En su lugar, pretendían que apareciera como una más, entre las que iban a aprender de mí.
“Nos parece muy patriarcal, jerárquico y violento ponerla como mentora (mi aspiración), porque la verdad es que todas sabemos y somos iguales”, fue su respuesta, palabras más, palabras menos, ante mi legítimo reclamo.
La verdad, tales actitudes me dan un poco de vergüenza ajena. Las interpreto como un ridículo o una falta de respeto —dependiendo del contexto—, resultado de una igualación mal entendida, tan típica del costarricense, que consiste en exaltar las jerarquías con servilismo o anularlas con la arrogancia de creer que todos saben y pueden lo mismo.
Muestras de ambas tenemos, para nuestro azoramiento, diariamente: los ayayeros que rodean al presidente en cada conferencia de prensa ilustran la primera, con sus sonrisas forzadas, sus excesivos agradecimientos dirigidos a él y los forzados halagos; la segunda, los portadores de doctorados en ciencias, pero sobre todo en las relacionadas con temas del país —con foto y nombre trolesco—, que opinan con arrogancia sobre cualquier asunto.
Rechazo de la autoridad
Me parece que en Costa Rica tenemos un problema para lidiar con la autoridad, debido a una mezcla que llamaré resenvidia, que mueve a sentir como ofensa el éxito ajeno o a querer sacarle alguna ganancia con lisonjas.
Nos cuesta aceptar que no somos iguales, y esto no tiene nada de malo, que hay gente que sabe o posee algo que el otro no sabe ni posee. Que, por decir algo, no todo niño que sople una flauta es un prodigio (es más, la mayoría no lo será nunca) y tener un doctorado académico en teatro sí le da a su portadora una autoridad.
El rechazo a la autoridad se debe también a su asociación con la violencia. Existe una idea popularizada de ella, vista en la expresión “¡porque lo digo yo!”. Una de las frases que quizás más comúnmente escuchábamos usted y yo, que pasamos de los 50 años, durante nuestra niñez. A veces, su contundencia resonaba junto con el golpe de una mano grande contra un pequeño cuerpo.
Esa era, más o menos, la idea que había entonces de autoridad y la que, si nos dejáramos llevar por las muecas grotescas y el aire autoritario de quien nos gobierna, parecen tener y celebrar algunos aún.
Por el contrario, la creación y progreso son conceptos estrechamente relacionados con el principio de la autoridad.
El concepto de autoridad es de origen romano: solo ellos —y no los griegos, por ejemplo— pusieron en el centro de su civilización la fundación de ciudades y de ideas en su relación con lo que conocían como padres fundadores, explica la nunca muy citada filósofa Hannah Arendt en su libro Entre el pasado y el futuro.
La importancia de la autoridad, en su sentido original, es su relación con la libertad, porque, como afirmó Arendt, la libertad es la causa de que vivamos en comunidad política; sin ella, la vida política no tendría sentido: la libertad es más que mera liberación, es solo en cuanto sociedades, pues sin la compañía de otros no es posible hablar de ella. La libertad, dice, no es elegir entre una cosa buena y otra mala, es dar existencia a algo que no existía.
Ciertos niveles de esta autoridad bien entendida son los que habilitarán el liderazgo ecuánime, participativo y creador que los países necesitan para bien de sus habitantes. Son también lo que todo niño necesita en forma de amor, límites y guía.
Autoridad deteriorada
La idea distorsionada de lo que es la democracia, la autocomplacencia que trajo la cultura de la superación personal y el “todo se vale” de las redes, contribuyen a deteriorar la autoridad.
En nuestro país, con la necesaria crítica a la forma tradicional, y a veces corrupta, de hacer política, vino un arrasamiento del pasado como si todo estuviera mal. Muy al estilo de los Milei, que engañan a los desesperanzados con su motosierra atronadora que supuestamente aniquilará todo lo que hubo y dejará que crezca un mejor futuro. Pero los dientes de la herramienta se comen también los aciertos, incluidos los acuerdos mínimos de convivencia.
Quienes creen que todo está mal y se emocionan frente a la destrucción olvidan que el politólogo francés Bertrand de Jouvenel señaló que el sistema democrático también impone reglas.
A la autoridad y al pasado hay que revisarlos críticamente. Sí, pedir cuentas a sus hacedores, sin perder de vista que, como señaló la filósofa alemana, al perder la tradición, se va con ella el hilo que nos guiaba por el pasado. Sin tradición, el ayer está en peligro, y su olvido hace que perdamos la profundidad de nuestra existencia.
Sin profundidad, todo da igual, impera el relativismo, la ley del mayor escándalo, la desorientación, los sentipensares (más senti que pensares) y la superficialidad. Un país superficial no analiza, no construye estrategias, no es crítico y se deja engañar por cualquier recién llegado.
Valor de la tradición
La tradición es, por ejemplo, el conocimiento científico producido por las universidades públicas y por los intelectuales que son hoy ninguneados por una Casa que hace publicaciones a las que les faltan, como mínimo, muchas comas.
Tradición es asimismo el legado de los partidos originarios, que siguen cometiendo errores, pero que marcaron buenamente nuestro estado social. Ni todo pasado fue mejor, ni todo fue en vano.
Para restituir el sentido de una autoridad y una tradición asociadas al pacifismo democrático, en Costa Rica, necesitamos hacerles un lugar seguro a las diferencias para poder decir que alguien sabe y debe ser escuchado y respetado, para que la experiencia valga algo y nos prevengamos de quien no tiene experiencia y no sabe lo que hace.
Hace falta poner en el centro de los análisis los esencialismos que defienden ideas como las que me comentan mis estudiantes: que ellos son las víctimas de los profesores y todo se vale para atacarlos, porque cada ataque es una defensa.
No, ni los ricos son malos por serlo, ni los pobres son buenos por escasez; ni los estudiantes son buenos y los profesores, malos. Tampoco es corrupto cada político con trayectoria, ni toda la clase a la que representa; ni es mártir angelical la entelequia tan manida que se llama pueblo.
No querríamos ser como los padres de familia que se quejan en los programas de radio de que “hoy no se puede tocar a un hijo” porque los demandan. Lo que están diciendo es que quieren volver a golpear a sus hijos y salir impunes; tampoco, desarrollarnos como los rebeldes sin causa que no creen en ningún orden, excepto en el suyo.
No es cuestión de idolatría, pero quizás debiéramos tener un poco más de respeto hacia quienes estuvieron antes y nos allanaron el camino. Sentir nostalgia por lo bueno del pasado y cuidarlo para que siga siendo la roca que nos funde como democracia, plantea la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.