El domingo 15 de octubre del 2023, estaba plácidamente sentado al lado de mi esposa, cuando a eso de las 8 p. m. cayeron rayos en las cercanías de mi casa, acompañados de relámpagos deslumbrantes.
Algunos de mis vecinos salieron ante semejante estruendo y dijeron “mi casa entera vibró y las ventanas se llenaron de luz y destellos”, nos apartamos por si se reventaban las ventanas.
Estoy seguro de que en Costa Rica a nadie le pasó por la cabeza que el estruendo fuera producto de un misil o un cañonazo. Yo, pasado el sobresalto, no pude evitar que mis emociones dieran bandazos, entre la realidad costarricense y la israelí.
No pude dejar de pensar en los familiares de mi esposa y otros amigos que viven en Israel. Durante muchos años, en Israel han caído misiles que después de tantos años ya casi casi se trataban como ruidos de la naturaleza. Pero el 7 de octubre, el mundo vio con horror los ataques de los terroristas de Hamás.
Un ataque orquestado y ensayado por lo menos dos años. Tampoco hubo improvisación en la captura de rehenes. El secuestro de más de 230 personas, de todas las edades, fue planeado para negociar e incorporarlos al escudo humano de palestinos bajo el cual se protegen los terroristas.
Hamás y sus aliados calcularon que el gobierno de un Estado agredido en forma despiadada respondería con las armas para defender a su población y la soberanía de Israel. Hamás supo golpear, planeó y logró que resurgiera —cual hidra con mil cabezas— el odio a los judíos y a Israel.
Más aún, el New York Times destacó el 3 de noviembre que las acciones de desinformación y propaganda antiisraelíes dominan las redes sociales y que en unos casos pudieron identificar 40.000 bots.
Hamás se apuntó un éxito macabro con el ataque del 7 de octubre y otro con la campaña de desinformación que atiza el odio antisemita.
Allá por 1977, conocí a Sarah, en la biblioteca de la Universidad de Costa Rica, cuando ella tenía 17 años. Comenzaba a estudiar Economía y se preparaba para ir de voluntaria a un kibutz.
Debo confesar que, cuando la conocí, yo pensaba que no había judíos en Costa Rica. A lo largo de mi vida, con ella participé en algunas fiestas religiosas judías, visité Israel y vi cómo un país desértico se convertía en uno desarrollado. Sobre todo, aprendí a admirar la determinación del pueblo de Israel.
Con su familia, pude oír de primera mano testimonios de la Segunda Guerra Mundial y comprendí que mis hijos, por ser hijos de una madre judía, al igual que ella, hubieran sido objeto del odio de los nazis.
Sarah y yo hemos caminado juntos durante casi medio siglo. A lo largo de la jornada, comprendí que, así como existe el odio hacia Israel, existe también en otra parte de la humanidad un amor profundo.
La Iglesia católica prohibió hace muchos años la famosa quema de Judas, y en el Concilio Vaticano Segundo declaró que los judíos no eran “deicidas”, pues el papa Juan XXIII comprendió que esa era una de las excusas usadas para incitar el odio antisemita.
A pesar de ello, he atestiguado que en la Semana Santa, en una que otra zona de Latinoamérica, se sigue practicando la quema de Judas por judío.
Hace tan solo unas semanas, oí a un presidente latinoamericano relanzar la acusación de deicidas y otras expresiones antisemitas para justificar la posición de su país contra Israel y en favor de sus socios del club de petroleros.
Hoy, en Costa Rica, vamos a los tribunales locales e internacionales para dirimir nuestras disputas territoriales, porque el país optó en 1949 por disolver el ejército y apostar por el imperio de la ley.
La decisión enfrentó cuando menos dos retos armados, en la Navidad de 1948 y en 1955, que obligó al país a llamar milicias voluntarias para enfrentar una agresión auspiciada por los dictadores vecinos. Desde entonces, imperan la paz y el derecho internacional.
Israel no ha podido seguir el mismo camino, pues desde su bautizo como nación, en 1948, tiene que defender su existencia con las armas.
Costa Rica enfrenta vandalismo y no agresiones militares. Israel, por el contrario, sufre invasiones armadas desde su fundación. El país ha tenido éxito para manejar el vandalismo, pero no así el terrorismo.
Comparto lo dicho por el expresidente Sanguinetti: en 1948, las Naciones Unidas acordaron la creación de dos Estados, uno judío y otro árabe. Pero “la intransigencia y fanatismo de los Estados árabes, por su odio a Israel, impidió también que naciera el Estado árabe y hemos estado setenta y cinco años en esta historia. Israel, desde el 48, cuando tuvo que luchar por primera vez por su independencia, hasta hoy lleva siete guerras, digamos tres o cuatro intifadas, un sacrificio constante”.
Pienso que los hechos del 7 de octubre demuestran de nuevo que la paz y la existencia de Israel solo puede ser armada y basada en la estrategia del detente.
Entiendo que esas realidades distintas nos dificultan a los costarricenses comparar una situación con la otra, que también nos dificulta entender cuando un Estado moderno responde militarmente para defender su soberanía.
Lo que no puedo entender es que, frente al conflicto bélico, no ejerzamos la política costarricense de neutralidad: ser neutros ante el uso de las armas, pero ser vociferantes para defender la democracia y los derechos humanos.
Esperaría que miles de voces exijan la liberación de los rehenes, que miles de voces denuncien el uso de la población civil palestina como escudos humanos para ocultar y defender a los terroristas de Hamás. Como solía decir Luis Alberto Monge, la nuestra es una neutralidad activa.
Los amigos de Israel y su pueblo no vamos a callar ni ante el odio ni ante la desinformación, y defenderemos el derecho de Israel a vivir en paz.
El autor es exministro Relaciones Exteriores.