La pacífica rebelión de ciudadanos, fiscales y jueces ha triunfado en Guatemala. Todo garantiza que el futuro será mejor. ¿De acuerdo? No tanto.
La renuncia del presidente Otto Pérez Molina, tras ser despojado de su inmunidad por graves acusaciones de corrupción, es una inédita victoria cívica. Su caída, y la de otros funcionarios, revela que la impunidad ha dejado de ser norma en los más altos niveles de la política guatemalteca, que una parte de la justicia se ha liberado de otros poderes y que la gente cuenta mucho más que antes. Un resultado ejemplar.
Pero en el horizonte persisten enormes y complejos retos. Dos son críticos a corto plazo.
Primero, las elecciones del domingo . De existir un buen elenco de candidatos, el proceso podría consolidar el renacer institucional. Pero ocurre lo contrario.
Los tres aspirantes con mayores posibilidades son Daniel Baldizón, un turbio personaje que resume mucho de lo peor de su país; Jimmy Morales, un mediocre comediante de televisión, y la exprimera dama Sandra Torres, la más potable, pero quizá con menor apoyo.
Todo sugiere una primera ronda con máximo abstencionismo y mínima legitimidad, y una segunda, en diciembre, que no augura nada mejor.
En el Congreso se espera la usual fragmentación entre partidos sin claro rumbo, y sobre varios municipios planea el fantasma de los candidatos con nexos narcos. Las urnas, en este caso, generan más inquietud que esperanza.
Segundo: el movimiento ciudadano . Aunque muy difícil, era comparativamente sencillo que una coalición diversa e informal forzara la salida de Pérez Molina, con el apoyo de las élites empresariales y el silencio de los militares. Lo difícil será mantenerla.
Doblegado el enemigo común, podría reactivarse una pugna entre sectores e intereses que quiebre la alianza, malogre los avances, genere nuevas frustraciones y atice la polarización.
Sin las elecciones como gran salida, la clave para el futuro es que, sobre la base de un Poder Judicial recargado, la coalición multisectorial pueda allanar diferencias internas y, con fuerte cooperación internacional, completar la depuración del Estado, limitar la capacidad destructora de la corrupción y reducir la discrecionalidad de un posible mal presidente. Algo muy difícil en cualquier parte; quizá más en Guatemala.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).