No importa quien la posea, ni las ideologías que la persona apoye o niegue. Un arma es un instrumento destinado a un acto violento. Sea que se ataque o se defienda, el arma multiplica las posibilidades de respuesta agresiva de manera exponencial.
Puede haber muchos argumentos para justificar la construcción de un arma, algunos de ellos enteramente razonables, pero no quiere decir que la racionalidad se vincule con la posesión de un arma, especialmente cuando la razón argüida implica la negación de la comunicación o la imposición de un punto vista único e inflexible.
Cuando la intimidación por medio de un arma se convierte en el pivote de una relación, se manifiesta el deseo de dominación y destrucción, y se renuncia a la búsqueda de la verdad.
En Costa Rica, estamos presenciando lo que las armas controladas por una moral inescrupulosa hacen: matar sin piedad. El narcotráfico, que lucra con la creación destructiva de dependencia a las drogas, hace las cuentas a los competidores aniquilando y dejando a las familias en luto.
Pero quien a hierro mata, a hierro muere, porque la venganza aparece y el círculo comienza de nuevo. La guerra en Ucrania muestra casas y ciudades destruidas, familias que lloran a sus muertos e injusticias atroces para amedrentar al enemigo. Sueños derrumbados, esfuerzos perdidos, familias divididas y rencores renovados son el resultado de ese conflicto sin sentido.
Agredir es la razón para construir un arma. La violencia empieza por cosas pequeñas, como palabras y gestos, y termina en instrumentos que hieren, laceran y perjudican. Pero ¿hay alternativa a las armas? Claro, en el comienzo de la comunicación humana encontramos una salida: el uso del lenguaje para construir relaciones armoniosas.
No parece algo lógico e inmediato, pero hablar y conversar es el origen de la razón y la paz. El lenguaje es la única herramienta que nos permite establecer vínculos en la objetividad, en el respeto y la búsqueda del bien común. Al mismo tiempo, el uso correcto de nuestro lenguaje y la atención que prestamos para entender el ajeno posibilita superar las divisiones, comprender lo diferente y tender puentes de paz con miras al bien común.
Sería prudente preguntar qué es el bien común. El adjetivo “común” implica que una cosa no es privativa de nadie, su característica fundamental es su generalización y, por tanto, su posesión particular e individual.
Hablar de generalidad y particularidad parece referirse a ideas antagónicas, pero cuando se trata del bien, no lo son. El bien no se mide por la homogeneidad, sino por la satisfacción de la necesidad radical de cada persona. Su radicalidad se fundamenta en el hecho de que el bien debe tender a la potenciación de las capacidades de cada uno para ser un individuo libre, y, por eso, el bien común es diferenciado, aunque nunca implica un privilegio exclusivo.
El bien común implica que cada uno debe aportar unas capacidades únicas en la construcción social, por eso no puede ser homogéneo, como pretende la más crasa ideología totalitarista, sea del signo que sea, porque la particularización de la potenciación del bien tiene que ver con el compromiso para que todos experimenten en igual medida el apoyo necesario para ser individuos mejores y diversos.
Salida a la barbarie
Educación, posibilidades de autorrealización, profundización cultural, sentido crítico y articulación de la vida en actividades solidarias son esenciales para el crecimiento humano. Aunque el bien común es en gran medida un ideal utópico, lo cierto es que cada día se perfila más como la única salida posible a una barbarie generalizada, al retroceso de lo humano ante lo tecnológico y la creatividad, producido por una informatización relevantemente mecánica y vinculada con intereses de poder particulares.
Por eso, al apretar un gatillo, se exacerba el instinto humano para adjudicarse un poder que dejó de existir cuando el objetivo fue alcanzado y destruido. El poder del que acciona un arma solo dura unos segundos; después, sus protagonistas terminan en la más aberrante autocancelación humana.
El acto de poder detrás de un arma produce dolor al otro lado del cañón, en el mundo íntimo de relaciones de la víctima, en donde la pérdida del ser amado se transforma en catástrofe apocalíptica. En otras palabras, usar un arma implica la pérdida del sentido necesario del bien común, porque se destruye la oportunidad de tener relaciones con otro ser humano en función del fetiche del poder.
Hubo una vez, un segundo en el mundo de la historia, que en Costa Rica se decidió optar por la paz y se abolió el ejército; en otra ocasión, se ayudó a Centroamérica a encontrar la cordura para alcanzar acuerdos de paz en tiempos de guerras fratricidas. Era el tiempo en que los intereses de los grandes productores de armas fueron desoídos en ese pequeño país, donde los guardias civiles llevaban sombrero y un pequeño garrote al cinto, pero no cargaban armas, ni usaban chaquetas antibalas.
Era la época en que nos enorgullecíamos de dejar atrás los rituales militares cuasi sagrados y liberar el espíritu para buscar la trascendencia en la construcción del bien común.
Paz en retroceso
Ahora, otra vez, nos descubrimos inmersos en el conflicto y bajando la cabeza delante de una guerra mundial solapada y escondida, librada con vidas ajenas, mantenida por conveniencia y alejada de la justicia. Se construyen discursos altisonantes para hablar de democracia y libertad, de derechos que tienen que ser correspondidos y de empoderamientos errados que deben ser autenticados. Pero al mismo tiempo se acompañan estos discursos de justificaciones sobre la necesidad de usar un arma, de estados de excepción, de soluciones violentas radicales.
No importa la causa, el que tiene la mejor arma y propicia la mejor agresión decidirá el futuro de otros al margen del derecho que tienen a acceder al bien común, reza la ideología que defiende la agresión como la condición para la paz.
Pero ¿el arma garantiza un mundo mejor o peor? Peor, sin duda, porque su uso agresivo y despiadado no produce otra cosa que locura violenta y deseos de venganza exacerbados. Las consecuencias del uso de las armas se manifiestan en los sentimientos y emociones de los que perdieron al ser querido, lo que puede engendrar pensamientos de odio, actitudes de intolerancia y violencia vengativa, que podría terminar en la adquisición de un arma como posibilidad de hacer justicia por propia cuenta.
Apostar por la construcción de armas implica colocar en segundo plano el bien común, de ninguna manera es pensar en el bienestar de la sociedad. ¿Y qué pasa con la legítima defensa? Nuestro himno nacional contiene aquella frase incómoda que nos recuerda dónde tenemos que colocar el centro de nuestras opciones: “Cuando alguno pretenda tu gloria manchar, verás a tu pueblo valiente y viril, la tosca herramienta en arma trocar”.
El énfasis se pone en el trabajo, en la construcción del bien común, aunque se reconoce la posibilidad de la agresión ajena descontrolada. Pero ante un pueblo educado y sabedor de su responsabilidad histórica, la agresión altanera será enfrentada con lo único que dignifica a la persona: su capacidad de ser creativo y de definir con las propias fuerzas el futuro.
La abyecta ansia de poder violento empobrece a toda comunidad humana. No es posible justificar como un derecho la posesión de armas, sobre todo aquellas que tienen un potencial destructivo enorme, porque violaría el más esencial de los derechos humanos, la generación del bien común.
Parece que la lucha por el desarme sería la más sensata y racional opción para mantener una vida humana digna. Estamos lejos de cristalizar ese sueño, mas no podemos dejarnos engañar y aceptar la tentación de responder con mayor violencia al que nos amenaza con un arma. Si no privilegiamos el diálogo, no podremos crecer en el bienestar de todos.
El autor es franciscano conventual.
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Sea que se ataque o se defienda, el arma multiplica las posibilidades de respuesta agresiva de manera exponencial. (MSP)